Algunas de mis pisadas...

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viernes, 27 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: UN GAZAPILLO CASI VALENCIANO

 

En esos últimos días de agosto los preparativos para el viaje de vuelta intensificaban la actividad en la casa. Marchar de Medeiros era algo más que volver a hacer maletas. Mi abuela andaba preocupada porque no salía ni una sola tarde con el suficiente viento para limpiar los garbanzos que estaban ya para pisar. Andaba enfadada con el tiempo que no le proporcionaba esa maravillosa técnica personal que a mi me dejaba con la boca abierta cada vez que la veía. Por fin, aquella tarde prometía que la brisa, que ya acariciaba el amanecer, permanecería en las primeras horas de la tarde para esa labor tan especial. Y así fue. Posicionada mi abuela con una caja de madera en el hombro donde había depositado el pisado de las ramas de los garbanzos, se dispuso a airear el contenido encima de un mandilón que recogería solamente los granos de la deliciosa legumbre de nuestra huerta. Lo importante era encontrar el punto exacto de la corriente para empezar a vaciar poquito a poco esa caja de madera. Era precisamente el momento donde veías caer los garbanzos en el mandil, y las vainas y demás restos volar lejos de la estupenda selección. Así de fácil. Le llevaba un buen tiempo hacer aquella tarea que a mí me parecía tan mágica. En verdad, entre el viento y la maña de mi abuela parecía todo tan natural... Como yo lo tenía que probar todo, a pesar de mi incapacidad para levantar aquel cajón, mi abuela inventaba alguna cosa para que con mis manos, demasiado pequeñas aún, pudiera experimentar que si vas dejando caer todo junto, lo más pesado caía cerca y lo más ligero volaba más lejos consumando la deseada limpieza. Toda una clase de física por parte de mi querida abuela. Y así de contenta se quedaba ella. Con su saquito de garbanzos que iría a parar a alguna de nuestras maletas para regresar a Valencia. No sería lo único. Ya tenía preparada la bolsa con las alubias recién recogidas y los ramilletes secos de las hierbas naturales que se recogían con esa delicadeza propia de las cosas importantes. La manzanilla, el tomillo y la hierba buena viajarían también con nosotros. Tanto es así que cualquiera de los bolsos que íbamos a llevar en el viaje servía para buscar un hueco e incluir tantos pellizcos buenos de nuestra casa. Mi abuelo ya había preparado dos inmensos sacos de patatas que serían mandados por correo hasta nuestro domicilio en el mes de septiembre. “Mira Sariña, esos sacos van a viajar también hasta Valencia. Ya me dirás si están buenas”. Por supuesto que estarían buenísimas. Siempre me acordaré del día que llegaban esos inmensos sacos a nuestra casa. Yo sabía que habían llegado desde el momento en que entraba por la puerta de mi regreso del colegio. El olor a cachelos que venía de la cocina era tan reconocible que mamá ya no me decía nada más. Allá iba corriendo hasta la pota al fuego para deleitar exquisitamente mi olfato. 

No serían los únicos envíos desde Medeiros. Hacia mitad de enero llegaría el deseado paquete con una estupenda selección de productos de la matanza.Chorizos, androllas, lomos, unto… en fin, todo lo que un buen empaquetado pudiera aguantar en el largo viaje. Tampoco faltaría el envío de un jamón. Siempre me acordaré del cuidadoso esmero con el que se había preparado la deliciosa pata bien curada. Llegaba rodeada de la tela de un saco y cerrada con cuerda bien cosida por todo un lateral. Era evidente que a mi abuela le había llevado su trabajo para que quedara bien embalado. Así me los imaginaba, a mis abuelos en la distancia preparando y enviando tantos deseos de cercanía.

Mi padre ya andaba nervioso en esos días. Sabía del aluvión de pequeños presentes que se irían acumulando para el viaje. Todos confiábamos en su buen hacer para empaquetar y casi pidiendo milagros que pudieran incluir todo. Los ofrecimientos venían por todos los lados. Mis tíos con alguna botella de vino de su propia cosecha, el aguardiente de mi abuelo o el licor de hierbas de mi tía Luisa, que según me contaban, era de los mejores. Tampoco faltaba el licor café casero de mi abuela, cuya receta pasó de generación en generación. Así que ya veías a mi padre buscar una buena caja de botellas para poder transportar con seguridad tantos obsequios que llevar. Mientras dejaba a mis padres discutiendo sobre la idoneidad de aquellos paquetes, era también mi momento de ir despidiéndome de algunos “pequeños amiguitos” que durante ese mes había visto nacer. Se trataba de las pequeñas crías de conejos que habían nacido hacía quince días. Tras el aviso de mi tía Constanza, una parte de mis correrías era pasar por su casa y hacer un seguimiento minucioso de aquellos diminutos gazapillos que todavía tenían los ojillos cerrados. Mi tía disfrutaba enseñándome a los pequeños conejillos. Me los acercaba a mis manos y con muchísimo cuidado los acurrucaba a mi regazo para mantenerlos calentitos. Menuda delicia disfrutar de aquella suavidad y ese calorcito de sus cuerpos tan pequeños. Me encantaba ver la evolución tan rápida de los retoños. Sus orejas crecían de un día para otro y sus ojos ya permanecían abiertos ante tanto delicado zarandeo por nuestra parte. Empezaban a diferenciarse las diversas tonalidades de sus pelajes y era el momento de disfrutar viéndolos en sus primeros correteos. Mi tía, con toda la buena intención, me ofreció un maravilloso regalo al ver la pena de despedirme de ellos. “Mira, llévate uno a Valencia, elige el que quieras” ¡¡Menudo notición!! Por supuesto que me lo llevaba. Así de contenta regresé a casa. ¡¡Papá, que la tía me regala un conejito para llevármelo!!” La cara de papá fue todo un poema. Era la típica expresión de mi padre en la que dejaba clara la negativa incontestable. “Pero hija, cómo nos vamos a llevar un conejo. Imposible” De nada sirvió mi compromiso de llevarlo conmigo, de buscar una caja para el transporte, de mi insistencia en la responsabilidad de su cuidado… A pesar de todas mis súplicas, el pobre gazapillo no se haría valenciano. Así que volvía a desandar el camino para decirle a mi tía que era imposible. Mientras me alejaba escuchaba a mi padre la retahíla de quejas propias de esos días. “Lo que faltaba. También llevarnos un conejo. Y también un pollito, no te digo… Esto no puede ser. Hay que empezar a seleccionar, si no vamos a parecer porteadores en las estaciones...” Me hizo gracia la expresión de mi padre. La verdad, todos los años era lo mismo. Entre la insistencia de mi madre para llevarse los queridos productos de su casa y el dolor de cabeza de mi padre para buscarles sitio, se pasaban las últimas horas en Medeiros. Ciertamente, el deseo de llevarme a un pequeño conejo era la gota que colmaba el vaso. Mi tía me tranquilizó. Ella cuidaría al pequeño “Willy” que me esperaría el año siguiente. Bendita inocencia...

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