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miércoles, 4 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LAS PRIMERAS DESPEDIDAS

 


La llegada del final de julio era la cita con las despedidas de la pandilla en el pueblo. A ellos les quedaba todo un intenso mes de agosto para seguir disfrutando de todo aquello que sabíamos era casi nuestro: las calles, las rutas por el monte, los chapuzones en cualquier medio acuático y nuestras conversaciones infantiles que siempre formarán parte de nuestros recuerdos.

La despedida por mi parte siempre tenía algo de nostalgia y una tristeza disimulada por la marcha a mitad del verano. Todo un sentimiento expresado ante las demostraciones de mis compañeros de juegos que, como todos los años, me dirían adiós hasta septiembre. En realidad, para mí llegaba el momento estival más importante: el viaje hasta Medeiros. El lugar de los míos por excelencia, al que siempre tengo que ponerle nombre porque a pesar de ser una pequeña aldea gallega, era el lugar más grande con el que recorrer todos los afectos y lazos familiares. En aquellos años donde tu esperanza está por encima del futuro incierto y la temporalidad de la vida, era el refugio donde parecía que la existencia paraba su andadura para habitar en un mes todas las ausencias que se tenían que apostar a los recuerdos cada año.

A pesar de mis esfuerzos por aprovechar hasta el último día con mis amigos, nuestro regreso a Valencia tenía siempre que adelantarse unos días para arreglar todo el equipaje, además del interés siempre implícito de mi madre en dejar todo ordenado y bien limpio antes de la partida. En la última llamada telefónica con papá ya nos había comunicado que tenía en sus manos los billetes. Salida desde Valencia hasta Madrid y tras unas horas de espera, el expreso nocturno que nos dejaría de madrugada en Ourense. En fin, todo un periplo de trenes donde ir acortando la distancia con nuestra tierra chica. Ahí empezaban mis cálculos con el calendario. “Si salimos el día 1 de agosto podemos quedarnos aquí hasta el 31 de julio… ¿no?” Un cálculo que evidentemente no coincidía en nada con los planes de mis padres. “Hay mucho que hacer para dejarlo todo arreglado, así que el 28 nos vamos”. Sentencia rotunda de mi madre que no cambiaría ni un ápice su decisión.

Tras las despedidas siempre cariñosas y algo sentimentales de mis compañeros de andanzas, llegaba el momento de la partida. Siempre me acordaré de mi mejor amiga que lamentaba la separación veraniega como cada año y mis estimables palabras de ánimo para convencerla de que se quedaban todos y que me tendría que contar un montón de cosas a mi regreso.

Como buena familia usuaria de autobuses, el viaje era pan comido tanto para mi madre, experta de recogidas y cierres, como para nosotros. Con alguna queja propia de mi hermano, que le tocaba siempre el bulto más pesado, subíamos a ese autobús que bien conocíamos y el aviso de mamá para que no estuviera mirando por la ventana lateral y evitar mis mareos tan frecuentes. Hubo un tiempo que aquello no lo arreglaba ni las típicas pastillas de la farmacia, que , sinceramente, a mí poco me hicieron. Gracias a la constancia de mi padre, dejé de marearme en los viajes. Su estrategia era hacerme mirar hacia delante para jugar quien veía antes el mojón kilométrico de aquellas carreteras nacionales que sabían de diversidad de baches y curvas.

Al final siempre quedaba la ilusión más intensa de mi vida. Nos esperaban los abuelos, los tíos y, como no, mi pandilla de Medeiros; reencontrarme con mis queridos primos que, a pesar de la distancia, éramos capaces de iniciar el mes de agosto, justo donde lo habíamos dejado el año pasado. Era el momento de preparar una buena maleta de alegría para viajar hasta allí.

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