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sábado, 7 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LAS NOCHES EN EL TREN

El último tramo del viaje a Galicia perseguía los kilómetros en la oscuridad de la noche. En los compartimentos del vagón se iba haciendo el silencio de las voces de los pasajeros para ir asumiendo esa cadencia rítmica con el sonido de la velocidad del tren. Como una nana férrea, conseguía que la mayoría de nosotros cerráramos los ojos para inspeccionar las conclusiones del día. Por mi parte era facilísimo ir atesorando los recuerdos de los veranos anteriores y las horas venideras de los reencuentros que tenía por delante. Eso de ser la pequeña hay que reconocer que me daba el privilegio para acomodarme y dormir a pierna suelta todo lo que quisiera. Mi padre prefería quedarse de pie y pasear por el pasillo del vagón mientras mi madre y yo dábamos alguna que otra cabezada somnolienta. El incansable millaje ya no tenían imágenes para ir recordando los diferentes lugares que atravesaban esa Castilla que regalaba noches más frescas que sus días.

En esas noches de tren solamente había un momento donde comenzaba el trasiego de viajeros. Era cuando llegábamos a León y, en concreto a la estación de Astorga. Allí se producía la subida y bajada de viajeros con la consiguiente despedida de compañeros de desplazamiento y alguna bienvenida a los nuevos. También podría ocurrir que ya no tuviéramos más acompañantes y disfrutar de aquellos sillones con un poco más de amplitud.


Astorga significaba, además, contar con la posibilidad de comprar unas cajitas de mantecadas que un puntual vendedor recorriendo el andén, ofrecía con alborto en su cesta gigante a los habitantes del expreso. Mi padre sabía de los deseos de ese dulce y por tanto, siempre bajaba a por una de esas cajitas que atesoraban mis queridas mantecadas. También era el momento en el que mamá se tenía que levantar para vigilar el apeadero transitorio de mi padre. “Pero hombre, no bajes, mira que si se pone en marcha el tren y te quedas en tierra...” En fin, otra inquietud que duraba unos minutos hasta que llegaba mi padre con las mantecadas de Astorga en sus manos. Recuerdo que en uno de esos viajes, mi madre perdió de vista los movimientos de papá en el andén y tras el pitido del jefe de estación el tren empezó a ponerse en marcha y mi padre sin subir. Eran los momentos resolutivos de mi madre, mirando por la ventana abierta y llamando a mi padre, todo bajo el quejido tan de ella de ¡ya lo sabía yo¡¡...¡si es que!!...” Hay que reconocer que la angustia de mi madre era acompañada por mi propio miedo de saber si, finalmente, se habrían cumplido los augurios de mamá y mi padre se quedaba en Astorga… Menudo lío, ¿que haría él? ¿Y nosotros?… En el segundo más caótico de aquel incidente aparecía mi padre por la puerta del vagón contíguo con la cajita de las mantecadas. Los movimientos de cabeza de mi madre empezaban a conjuntarse con los del propio tren, todo mientras papá le explicaba que tuvo que buscar al vendedor en un punto más adelante de nuestro vagón y que ya se subió en esa entrada al tren. “Pero mujer, tú crees que soy tonto...”

En fin, tras el trasteo de nervios por parte de todos, regresó la tranquilidad. Era el momento de intentar dormir un ratito más. A pesar de la nocturnidad pronto nos daríamos cuenta que llegábamos a la estación de A Gudiña, nuestro primer encuentro con Galicia que siempre nos recibía con una temperatura excesivamente baja para ser verano y que requería de abrigarnos un poco. Todo seguía su curso. La próxima estación sería nuestra meta deseada. Muy pronto nos apearíamos en Ourense. Mientras tanto y con la mano vigilante en la bujeta de mantecadas, quedaba el último trayecto de los sueños por venir.

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