Algunas de mis pisadas...

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martes, 10 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: EL PRIMER ATARDECER EN LA ALDEA

 

Los días de verano tienen esos atardeceres mansos de luz dejando postrada la oscuridad más allá de las 10 de la noche. Todo un regalo para aprovechar el tiempo de correrías y encuentros para nuestra pandilla. Mi primera tarde en Medeiros era siempre la emoción contenida de buscar los saludos de quienes recordaste durante un año. Bajo la batuta de mis primos, que ya llevaban algo más de tiempo allí, comenzaba la visita por las casas de mis tío. Así llegaba el momento de visitar a mi tía Mercedes, la hermana pequeña de mi padre, y a su marido, mi tío Antonio. Allí me encontraba con mis dos mis primos mayores, Sara y Manolo. Ellos conformaban ese primer vínculo familiar que rodearían todos los días y noches en la aldea. Mi tía Mercedes era la fortaleza en persona y un pedazo de corazón que disimulaba con su ademán de genio, que siempre quedaba en nada. Con el andar siempre acelerado y con la mirada continuamente atenta para controlar todo su entorno. Me acuerdo que mi padre siempre decía que le recordaba en su andar a la abuela Dominga, su querida y recordada madre: siempre deprisa, con esa energía infinita que parece comerse cualquier dificultad de la vida. Con el paso de los años y tras la pérdida de mi padre, me queda la imagen de seguir viendo a papá cada vez que  observo alejarse a mi tía Mercedes. Ya no hay tanta prisa de nada, pero el camino se sigue amansando con las pisadas constantes aunque ahora apoyadas en el bastón del tiempo.


Mientras hacíamos el primer recorrido por las callejuelas, Toni y Merche me ponían al día de las nuevas incorporaciones del verano. Algunos amigos que habían fallado el verano pasado habían vuelto para pasar unos días de agosto. Llegar a la aldea significaba, al mismo tiempo, contar los días que pasaríamos juntos y saber que había una fecha irremediable de regreso al destino de cada uno. Con Toni teníamos asegurada alguna andanza con los saltamontes o con la bicicleta que, como ya pasaría en alguna ocasión, terminaría por algún barranco, volviendo abatidos y enrraguñados en el intento de hacer, ya en aquellas, montain bike rural… ¡Quién no tiene todavía alguna marca de sus veranos llenos de batacazos que recordar!!

Con Merche, mi querida rubia y un año más pequeña que yo, compartíamos los momentos más importantes de aquel año que ya nos quedaba pasado y las cosas que tendríamos por delante. En verdad, desde pequeñas aprendimos a mantener la distancia con el esmero de quienes siguen unidos aunque el tiempo y la vida no te regale más de una oportunidad al año para compartir.

Nos quedaba pasar por casa de nuestra tía Luisa, hermana de mi padre, con la que se completaba el cuarteto vital de la familia de papá. Allí junto a su marido, nuestro tío Antonio el Revinva, sería siempre el lugar donde volver en varias ocasiones y reencontrarnos con nuestros primos, todos ellos ya mayores, y que regresaban desde Alemania o desde Barcelona para visitar a sus padres. Para aquellos primeros días de agosto, todavía no estaba completa toda la numerosa familia. Antes de llegar allí también hicimos la parada correspondiente para saludar a la familia al completo del hermano de mi padre, mi tío Antonio y su mujer, la tía Julia. Allí ya estaba completa la reunión familiar con sus hijas, Maruja y Dominga y a los peques de sus hijos. La diferencia de edad entre los primos siempre nos ha dado esa sensación de sentirse entre eslabones vitales, tal y como lo tenía bien apreciado en mi propia familia, revisando las etapas compartidas a pesar de las diferencias de edad.

Era el momento de cambiar de barrio y dirigirnos a O Valeciño. Desde allí, y tras bajar las escaleras de la estupenda fuente romana de nuestro pueblo, quedarían unos pasos para llamar a la puerta y empezar a escuchar a mi tía Luisa aleccionando a alguno de los animales en la cuadra. Sabíamos que cuando se diera la vuelta, llegaría la cara de alegría por la visita de sus sobrinos. Nuestro cariñoso protocolo familiar llegaba hasta aquí. Sabedores de los días en los que llegarían todos sus hijos, quedábamos emplazados para volver y ofrecer la bienvenida de rigor. Allí siempre nos pillaban las campanas de la iglesia, llamando a la misa diaria. Era el momento de ir regresando. Sin necesidad de reloj, era el aviso de volver a casa. “ Y si vamos a misa, dura 10 minutos… Nunca nos van a reñir por llegar un poco más tarde por ir a misa, verdad?. Vamos...”

Nuestra estrategia de alargar la tarde siempre era acertada. Todo quedaba pendiente para un nuevo día en Medeiros. Despedida en el cruce de caminos y primera carrera para llegar a casa de mis abuelos. Allí me encontraba en las escaleras a mi madre: “Ya son horas, no?”. Todo estaba bien, todo seguía muy bien.

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