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miércoles, 11 de agosto de 2021

MICRORRELATO PAR EL VERANO: DESAYUNAR ENTRE FOGONES


La actividad en cualquier zona rural, y más en verano, comienza casi con el amanecer. Necesario buscar temperaturas mucho más amables que ese intenso calor ourensano, que sorprendería a muchos de otras zonas de la península, que a partir de media mañana ya aprieta con contundencia para el resto de la jornada. Eso sí, las noches quedaban agradables y consumibles de frescura para estirar bien las piernas y descansar como es debido. Cuando empezaban a notarse los primeros rayos de ese sol naciente penetrando por las arrugas de la vieja ventana de madera, comenzaba el ajetreo desde la zona de la cocina. Los pasos de mi abuelo hasta el banco corrido donde tendría preparado su tazón de café con leche y sus migas de pan. El relinchar del caballo que conocía bien los pasos de su dueño desde el suelo de madera que a su vez acogía el techo de la cuadra. Enseguida se oía la voz de mi madre. Con la llegada de ella, el tono de voz de la conversación era más alto. Sabía que los que quedábamos en la cama seguiríamos a pierna suelta disfrutando de los primeros pajarillos revoloteando en la ventana. Todo un espectáculo que solamente sabía de aquel lugar donde dar un paso era estar en medio de la naturaleza. En aquellas aún se veían pocos coches deambular por allí. Demasiados caminos y senderos estrechos por donde, como mucho y en el mejor de los casos, podrían pasar a duras penas los estupendos carros de madera para las labores propias del campo. Así que la paz del lugar dejaba paso a la libertad mental para comenzar con la energía de un estupendo día por delante.


Tras escuchar, todavía con medio ojillo cerrado, como marchaba mi abuelo al monte, era el momento de ir estirando las sábanas para comenzar una intensa jornada. Salir hacia la cocina era la oportunidad de pasar por una especie de corredor donde encontrar la leña acumulada, que servía a la casa durante todo el año para poner en funcionamiento los fogones de hierro y que estarían toda la mañana en marcha. Tras los desayunos esperaban las primeras potas para calentar el agua que serviría para ir preparando la comida de los animales que criaban mis abuelos. Hacer el fuego suficiente y su mantenimiento era prioritario para ahorrar esfuerzo y leña. Unas brasas que permanecerían activas casi todo el día. Mientras esperaba sentada en el banco corrido donde también estaba sentado papá, podía enterarme de todas las novedades para ese nuevo día y las tareas que cada uno de ellos tenían por delante. En la entrada de la casa me esperaba la perrita de mis abuelos. Nunca supe de que raza era. Solamente sabía de su nombre: Linda. Y de su colita anunciándote que estaba allí para saludarte. Eso sí, tenía que ser rápida en darle sus primeras caricias. En el momento que escuchaba a mi abuelo poner en marcha el carro con su caballo de avanzadilla, acudía fielmente a acompañar a su dueño a una nueva jornada de labor.

Allí me quedaba yo, y con el aviso de mamá de que el tazón de cacao estaba ya en la mesa. “ ¡Ven a tomar el desayuno, que se enfría!”. Santa manía de tomar las cosas casi hirviendo. Era mi lucha constante con mi madre. Era el gran misterio de su paladar. Lo que para mi era insufriblemente caliente para ella estaba ya casi tibio. Tras el tiempo necesario para desayunar, a pesar de la tibieza o no de la leche, había que vestirse. Esta mañana iría con mi abuela hasta la huerta cercana donde regar los tomates, las lechugas, los pimientos... Y tocaba también arrancar las primeras cebollas y las matas de garbanzos que ya estaban para recoger. Me encantaba ir con mi abuela. Una mujer callada pero con una sonrisa perenne que alcanzaba la propia tranquilidad de su día a día. Tenía unos hermosos ojos azules que parecían abarcar todo el mar que nunca pudo ver. Y ese mandil multifunción que servía para llenarlo de los primeros tomates y lechugas y para anudar los primeros fardos de las matas ya secas de donde sacaría los magníficos garbanzos que llegarían hasta Valencia. Sí, tenía un montón de cosas que hacer. El día prometía caluroso, así que antes de las doce era el tiempo idóneo para hacer todas las actividades necesarias y esperar el regreso del abuelo para ofrecerle un buen almuerzo.

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