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lunes, 23 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: A PLANTAR BERZAS

 

La última semana en Medeiros tenía también su cita con las nuevas plantaciones que servirían para preparar el invierno. La cita ineludible eran los nuevo brotes de berzas. Así que en una mañana enfilábamos el camino para llegar a la leira que estaba ya bien surcada por el arado de mi abuelo para comenzar a plantar. Con un feixe lleno de las plantitas que servirían de brotes, íbamos cogiendo cada uno un surco para ir dejando los retoños que posteriormente con un buen sacho enterraban mi abuelo, mi tío y mi padre. Yo tenía la medida bien aprendida. Mi madre daba tres pasos de una planta a otra. En mi caso tenía que llegar a los cuatro pasos para que quedaran bien ordenadas y equidistantes con las otras. Un trabajo fácil que posteriormente se completaba con el riego una por una para dejarlas bien preparadas en su ubicación. La verdad que era una actividad que se desarrollaba con prontitud y especialmente por la tarde, para dejarlas a la fresca en sus primeras horas para enraizar bien. Así me lo contaba mi abuela Estrella, que era la que se preocuparía del buen desarrollo de la plantación con su tiempo de riego y que remataran con esas hermosas hojas verdes, grandes como abanicos y tiernas para el caldo tan propio del invierno. Las berzas servían para muchas cosas. Eran también el sustento perfecto para las gallinas de casa, o las pitas como decía mi abuela. También era el complemento ideal para los cerdos, cebados en casa de mis abuelos y que con tanto esmero mi abuela le preparaba su estupenda comida diariamente. Seguir las actividades diarias de mi abuela era un no parar. Su visita a la huerta familiar, su querida Cortiña, que le suministraba los productos frescos para la cocina. Tomates, pimientos, cebollas, garbanzos, lechugas, fabas… Menudo supermercado de productos tenía mi abuela en aquel pequeño vergel. 


Allí comenzaba la vigilancia de todos los días para ir recogiendo los primeros tomates maduros que junto con las lechugas, que ya estaban a punto, servirían para acompañar la comida diaria. También era el momento de comprobar si ya se podían arrancar las cebollas que aquel año tenían un tamaño espectacular. Para ir a la Cortiña tenías que bajar por una escalera natural de piedras. Menuda agilidad la de mi abuela para danzar por ellas. Allí te encontrabas con otros familiares que tenían también su trocito de huerta con la misma función. Cuántas veces me explicaba mi querida abuela que todo aquello era de su madre, que al casarse con mi bisabuelo vendió su patrimonio en la Saceda para irse a vivir a Medeiros. Y como era una tierra muy buena decidieron repartirla en diversas partes para que todos los hijos tuvieran su trocito del tesoro de la bisabuela Aura. Nunca conocí a mi bisabuela, pero con los detalles de mi abuela Estrella era capaz de ponerle cara y andares a aquella mujer tan especial que sirvió de apoyo a todos sus hijos a pesar de enviudar demasiado pronto.

Aquel día mi abuela decidió que era el momento oportuno de arrancar las matas de los garbanzos. Ya estaban en su punto para su recolección. Así que se desató el mandilón y empezamos a poner todas las matas bien ordenadas encima de él. Aprovechó para arrancar unas cebollas estupendas y hacer el hatillo para transportarlas hasta casa. En un cubo que había servido para regar desde el pozo ya se encontraban los tomates, las lechugas y los primeros pimientos que acompañarían la comida del mediodía. Y tras subir otra vez las escaleras para acceder al camino a casa, llegaba el momento que siempre me dejaba con la boca abierta. Mi abuela se ponía en la cabeza el hatillo en un equilibrio perfecto con una mano en la cintura y la otra en el cubo, y el camino a casa se convertía en un vaivén con el que podía hasta pararse a hablar con otras vecinas que volvían también a sus hogares. Para mi era, y lo sigue siendo, toda una técnica que a día de hoy se me hace imposible. Cómo podían llevar toda aquella mercancía con tanto estilo. Mi abuela siempre se reía de mi cara de admiración. “Sariña, son muchos años de práctica…”. Y tanto que eran años. Después vendrían los encuentros con tantas mujeres que venían con sus cubos de agua o con aquellas tinas de metal con la ropa recién lavada, que solamente el recipiente ya pesaba un montón. Mientras llegaba con mi abuela a las escaleras, mi sorpresa vino cuando a mis espaldas empecé a oír la voz de mi madre. “Ya hemos terminado en el naval. Y hemos recogido algunas berzas y unas remolachas, mamá”. Interesante información para mi abuela y sorpresón al darme la vuelta y ver a mi madre. Allí venía ella también con su hatillo, por donde salían las inmensas hojas verdes, coronando su cabeza. “Mamá, tu también te lo pones en la cabeza!!”. Tras los comentarios entre risas de ambas, a mi me quedaba un nuevo reto… ¿Sería capaz de llevarlo yo también? Como con otras cosas, la resolución de mi abuela y mi madre era fácil, todavía me quedaban unos años para esos intentos. Vaya… siempre los años. En fin, no me quedaba otra. Mientras ordenaban todo lo que traían, me dejaron al cuidado de echarles granos de maíz a las pitas. Y con ellas me quedaba a los pies de las escaleras. A mi lado estaban los mandiles ya vacíos, y en mi cabeza seguía ronroneando esa magistral técnica que nunca dejé de admirar.

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