Algunas de mis pisadas...

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miércoles, 22 de diciembre de 2021

EL CANDIL DE MIS PENAS

 Dejo un candil de palabras

que rompen la sombra confusa

apretando tinieblas etéreas

y esconde el enigma del alma.


Enciendo el candil ardiente

que acelera los verdes colores

entre acertijos de deseos

para encontrar la caricia blanca.


Apago el candil de la oscura pena

deslizando sus pasos cobardes

hasta el quicio de la puerta 

que derrota esta fatiga eterna.

domingo, 12 de diciembre de 2021

AL LADO DEL ÁRBOL

 Desnudo el arbol de nuestra vida

entre cortezas  férreas y heridas

que repican las batallas de tus caricias.


Deslizo la puntilla del recuerdo inmenso

para acariciar entre juegos sedientos

los segundos hambrientos de mi amor.


Nada se queda en la estancia del fuego

con dilación del tiempo que pasa

rimando el ingrato sonido del reloj.


Preparo unas nuevas enaguas cetrinas

donde bordar la escarcha serena

para abandonar las palabras que te llaman.


Queda desnudo y famélico de hojas

el arbol de nuestra esperanza intacta

donde acurrucar los sonidos del alma.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

FRAGANCIAS

 Retrocede el silencio

hasta el hueco del alma

inflando de melancolía

las yemas de mi calma.


Reordeno entre lágrimas

las fragancias que eran tuyas

esculpiendo el tiempo que pasa

entre sonrisas difusas.


Resbala una pequeña herida

que adolece ya de tus heridas

soportadas entre el hielo

que mece la cuna de mi alma.

lunes, 11 de octubre de 2021

ESTANCIAS VACÍAS

 Recordaba el tiempo de la aurora

entre pliegues de luceros

hambrientos de mañanas.


Esperaba abrir los ojos

con las estrellas sedientas

de atardeceres en tu alma.


Soñaba mi incesante aliento

entre suspiros hambrientos

de los besos de tu calma.


Lloraba la ausencia del tiempo

entre nuestras siluetas abrazadas

para creerte de madrugada.


Ahora construyo el asiento

donde dejar mis entrañas

repletas de verbos,

vacías de nada...

viernes, 1 de octubre de 2021

NUEVO OTOÑO

 Deslizo el camino entre arrugas

con las piedras que endurecen

con la piel que acaricia

entre vértigos y asombros.


Recorro mi cuerpo etéreo

esperando lienzos de colores

ocultando la grieta esbelta

que desgarra tu belleza.


Es entonces cuando te llamo

con cascabeles de inocencia

para sentir tu profundidad

en mi entraña sedienta.


Huyo de los días quejosos

que aumentan el caminar roto

entre hojarascas de tiempo

que regresan el nuevo otoño.

lunes, 20 de septiembre de 2021

LA LENGUA DE TU RECUERDO

 La lengua de frío viento

enmadeja el aliento del tiempo

con las flores prendidas 

entre camelias de sueños.

La lengua del otoño viejo

alborota el tupé del sombrero

con las hojas quebradas

entre caminos inciertos.

La lengua del estío seco

rebrota las aguas de tu recuerdo

con la arena de la playa

entre anocheceres eternos.

Pero anhelo la lengua eterna

la que florece al final del invierno

con la espalda sedienta de tu risa

entre ramilletes que rebosan besos...

jueves, 9 de septiembre de 2021

HUELLAS

 Repaso con las yemas de mis dedos

el hondo pesar del tiempo, 

especulando sonrisas y lágrimas

que saben a los días sedientos.


Acaricio tu lomo esbelto

entre surcos sabedores de voces

tejedores constantes de palabras

que recorren el pasado despierto.


Rodeo entre mis labios tu cuerpo

en el lugar que habita el consuelo

para plegarme entre tus brazos

para sanarme en tu recuerdo.

domingo, 29 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: SIEMPRE MEDEIROS. EPÍLOGO

 

Como todos los veranos, comienza el regreso a esa vida entroncada año tras año con los pasos que conforman los caminos que poco a poco escriben la existencia de todos. Sin saber muy bien la razón, hace más de un mes que decidí hacer esta pequeña catarsis sobre lo que se había quedado atesorado en el corazón para siempre. Muchos años más quedan en el tintero de este ir y venir de mi familia, donde encontrábamos ese paréntesis para aprovechar tantos días de ausencias y esperas para volver.

Vinieron años después, las ausencias reales y sus despedidas definitivas. La demora en revivir la casa de mis abuelos que ya no estarían nunca más. Comenzaron las distorsiones que producían las casas que se iban cerrando necesariamente y los barrios cada vez más ausentes de sus vecinos.


Mis abuelos no pudieron ver como aquel hilo mágico ha permanecido en mi vida con esta aldea que tanto ha significado siempre. Les he contado tantas veces sentada en la escalera de siempre, que la vida nos ha regalado más momentos de conexión con su querido pueblo. Que en verdad, a pesar del tiempo y de tantas cosas vividas, sigue siendo mi refugio para encarar la vida a pesar de todo. Que su casa sigue siendo el vínculo con todo lo que significaron. Mi abuela siempre sonreía cuando ya viuda sabía que Sariña cuidaría de su casa.

La vida sigue siendo hermosa gracias a tantos recuerdos que nos dejan. Una escalada vital a esas enseñanzas de amor inmenso concentrado en menos de un mes al año. Y junto a la necesaria nostalgia de la vida que no vuelve atrás, retomar el camino para que los pasos sigan empujando ese rimar con el pasado que nunca vuelve pero que ya nadie te podrá quitar.

Medeiros ha significado muchísimas más cosas. Crecer a saltos de un año a otro. Contribuir a ese espíritu de familia permanente donde reunirse, aunque sea arañando unos pocos días. Amansar la ansiedad de las luchas diarias para apaciguar el vértigo de las ciudades. Y lo más importante, el sentimiento de pertenecer a un origen propio e intransferible. Como esa habitación propia de la escritora desde la que poder contar lo mejor de uno mismo y donde guardar en pequeños cajones los instantes decisivos e inolvidables para ir decorando la estancia de cada día.



Posiblemente este tenía que ser el año para reordenar las vivencias pasadas. Ha sido el año de regresar con el último deseo de mi madre para reposar junto a mi padre en su tierra eterna. Un año para cerrar ciclos y para abrir otros, y para ambas cosas el mejor lugar sigue siendo Medeiros.

Desde las mismas escaleras por las que veía subir a mi abuelo con ese ritmo pausado o donde se sentaba mi abuela mientras esparcía los granos de maíz para sus queridas pitas, respiro nuevos amaneceres deseosa de llegar a esos atardeceres rosados del tiempo. Todo no sigue igual, pero permanece para siempre. En realidad, sigue siendo lo más importante. Permanecer para dejar a mis hijas los mejores sentimientos que quedaron a mi cuidado. Entre el respeto a mis mayores y la lucha por prosperar de cada uno de nosotros.


A pesar de los años y de la vida, la esperanza entre el pasado y el futuro sigue viajando entre las calles de mi aldea. Será por eso que Medeiros te enreda entre sus caminos. Diversos y diferentes, donde encontrar siempre el preferido para acunarte en las penas y enseñarte la alegría del buen andar. Porque, en cualquier momento, siempre estará la cancela abierta para entrar o la huerta para seguir soñando con la tierra o los tejados repletos de añoranzas. Una forma de entender la vida siempre. Tal vez porque Medeiros sigue siendo siempre...





sábado, 28 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA DESPEDIDA


La noche antes del viaje de regreso era siempre excesivamente silenciosa y extrañamente corta. La cena tenía más mutismos que de costumbre. En un intento de aliviar la escena por parte de mi padre, siempre salía a la luz el deseo de que mis abuelos se animaran a viajar a Valencia. Una temporada en nuestra casa era el anhelo persistente de mi madre. Pero siempre había demasiados problemas. Que si las gallinas, que si las berzas, que si la matanza… A lo que continuaba la conclusión de todos los años: lo que tienen que hacer es vender todo y empezar a descansar que ya han trabajado demasiado”. Era un buen tema para escapar de la tristeza que se apoderaba en aquellas últimas horas en Medeiros. Nunca vinieron a Valencia. En verdad, mis abuelos, hasta que la enfermedad propia de una vejez necesaria se lo impidió, siempre se mantuvieron en esa actividad tan propia del rural. La huerta, alguna viña para seguir cosechando su vino y las queridas gallinas de mi abuela. Me acuerdo que el último año que las recuerdo, a mi abuela le quedaba solamente ya una pita. Creo que casi la tenía de mascota. Tan proporcionalmente mayor como ella. Tanto es así que ver desaparecer a la última gallina en la casa de mis abuelos fue el inicio de comprobar como languidecía, año tras año, la vida de mis abuelos. 

Aquella noche mi abuelo se quedaba en silencio apurando la cena. Y cuando todo estaba recogido era el primero que apuntaba a la necesidad de ir pronto a la cama. En las primeras horas de la madrugada estaríamos todos en marcha para acudir al autobús que pasaría por Medeiros hacia las siete de la mañana y que nos llevaría, nuevamente, a la estación de tren en Ourense. Pero claro, por si se adelantaba, nosotros estaríamos ya en la Corredoira hacia las seis y media como buenos viajeros precavidos.

Hasta mañana, abuelo”. Así me despedía de aquella última noche. Era imposible decir nada más. Mi abuela ya andaba refugiándose en reordenar nuevamente la cocina para evitar el contacto directo con sus ojos. Y mamá reandaba una y otra vez, en un silencio excesivo, los últimos preparativos del viaje. La respuesta de mi abuelo se quedaba en un suspiro para levantarse de la silla y acariciar mi cabeza como deseo de un buen descanso. Así llegaba a mis sueños, que quedarían interrumpidos muy pronto por mi padre. Sin darme cuenta ya lo tenía a mi lado susurrando aquello de que había que levantarse. Era todavía de noche. Con todas las luces encendidas comenzaba el trasiego para desayunar con premura. Papá recogiendo la ropa de noche para meterla en la última esquina libre de alguna maleta. Mamá doblando las sábanas que quedarían para lavar y colocando las colchas que permanecerían intactas hasta el año que viene. Parecía que poco a poco las habitaciones iban cerrándose en la penumbra que permanecería meses y meses hasta la llegada del próximo verano.

Era el momento de marchar. La cancela de la escalera se mantenía abierta como salvoconducto para iniciar el necesario camino del vuelta a nuestra vida. Allí se quedaba mi abuela intentando mantener el tipo aunque no hubiera manera de entender sus palabras de despedida ante ese llanto contenido que desbordaba en el último minuto. El abuelo ya acompañaba a mi padre con los diversos bultos que siempre se multiplicaban en el regreso. Mamá me llevaba de la mano disimulando la llorera en aquella oscuridad de la madrugada que nos despedía un año más.

Así llegábamos hasta el punto donde esperaríamos al viejo Villalón. Allí solamente había comenzado su actividad el bar de Gandulo, abierto para servir los primeros cafés de los viajeros que emprendían viaje a la capital ourensana. Mi abuelo permanecía fuerte y sonriente ante la espera. Con algún chascarrillo de los suyos aún nos hacía reír en esos momentos. Papá intentaba disimular contando una y otra vez el equipaje y señalando las primeras órdenes para cuando llegáramos a Ourense. “Sarita, tú te ocupas de cuidar esta maleta mientras mamá y yo recogemos el resto”. Perfecto. En la espera vimos como se abría el portalón de la casa del hermano de mi madre. Por allí aparecían mis tíos para despedirse ante la llegada inminente del autobús. Los faros que empezaban a iluminar la entrada a Medeiros era la señal de que ya había llegado. Con el breve frenazo empezaba el ir y venir al maletero del autobús. Y el momento más duro de tener que despedirse de mi abuelo. Sin palabras, en medio del silencio que provocan las lágrimas y que ahogan cualquiera de las preparadas palabras que querías decir. Todo tenía que ser rápido para acabar con esa necesidad de permanecer aunque sea un día más. Mi padre sabía de la inmensa pena de mi madre. Así que en el silencio triste de cualquier despedida, nos quedábamos mirando por el grueso cristal de la ventana a la que se acercaba mi abuelo. Con su boina en la mano nos dejaba sus ojos brillantes y el ansiado deseo del próximo regreso. Con el cierre de la puerta de entrada, el autobús comenzó su andadura. Mi abuelo se iba haciendo cada vez más pequeñito. Casi sólo veía su mano moviendo su estimada boina como en un intento de permanecer en el horizonte de nuestra mirada atrás. “Mamá, no llores más”. Era lo único que le podía decir en aquellos momentos. Seguía el silencio. De repente, me di cuenta que empezaba a salir el sol. Un amanecer que parecía dar la bienvenida a otra nueva etapa, dejando poco a poco más alejado mi querido Medeiros. En mi capazo de mano, imprescindible para los viajes, papá había encontrado el lugar propicio para meter la bolsita con las hierbas que había recolectado mi abuela. Tanto era así que empecé a notar el aroma de la manzanilla y el tomillo. “Mira mamá, huele como la casa de los abuelos”. Todo un preludio para saber que nunca rompería ese vínculo con la tierra de mis padres. Llegaba el momento de recibir los primeros rayos de sol. Era el momento de poder empezar a quitarse la chaqueta que nos había cobijado de los ya fríos amaneceres de la montaña. Allí se quedaban los aromas y los recuerdos de un verano más, que quedaría para siempre en el recuerdo de los nuestros, de la familia, que a pesar de la distancia supo permanecer hilando sentimientos año tras año y que a día de hoy siguen siendo eternos.

viernes, 27 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: UN GAZAPILLO CASI VALENCIANO

 

En esos últimos días de agosto los preparativos para el viaje de vuelta intensificaban la actividad en la casa. Marchar de Medeiros era algo más que volver a hacer maletas. Mi abuela andaba preocupada porque no salía ni una sola tarde con el suficiente viento para limpiar los garbanzos que estaban ya para pisar. Andaba enfadada con el tiempo que no le proporcionaba esa maravillosa técnica personal que a mi me dejaba con la boca abierta cada vez que la veía. Por fin, aquella tarde prometía que la brisa, que ya acariciaba el amanecer, permanecería en las primeras horas de la tarde para esa labor tan especial. Y así fue. Posicionada mi abuela con una caja de madera en el hombro donde había depositado el pisado de las ramas de los garbanzos, se dispuso a airear el contenido encima de un mandilón que recogería solamente los granos de la deliciosa legumbre de nuestra huerta. Lo importante era encontrar el punto exacto de la corriente para empezar a vaciar poquito a poco esa caja de madera. Era precisamente el momento donde veías caer los garbanzos en el mandil, y las vainas y demás restos volar lejos de la estupenda selección. Así de fácil. Le llevaba un buen tiempo hacer aquella tarea que a mí me parecía tan mágica. En verdad, entre el viento y la maña de mi abuela parecía todo tan natural... Como yo lo tenía que probar todo, a pesar de mi incapacidad para levantar aquel cajón, mi abuela inventaba alguna cosa para que con mis manos, demasiado pequeñas aún, pudiera experimentar que si vas dejando caer todo junto, lo más pesado caía cerca y lo más ligero volaba más lejos consumando la deseada limpieza. Toda una clase de física por parte de mi querida abuela. Y así de contenta se quedaba ella. Con su saquito de garbanzos que iría a parar a alguna de nuestras maletas para regresar a Valencia. No sería lo único. Ya tenía preparada la bolsa con las alubias recién recogidas y los ramilletes secos de las hierbas naturales que se recogían con esa delicadeza propia de las cosas importantes. La manzanilla, el tomillo y la hierba buena viajarían también con nosotros. Tanto es así que cualquiera de los bolsos que íbamos a llevar en el viaje servía para buscar un hueco e incluir tantos pellizcos buenos de nuestra casa. Mi abuelo ya había preparado dos inmensos sacos de patatas que serían mandados por correo hasta nuestro domicilio en el mes de septiembre. “Mira Sariña, esos sacos van a viajar también hasta Valencia. Ya me dirás si están buenas”. Por supuesto que estarían buenísimas. Siempre me acordaré del día que llegaban esos inmensos sacos a nuestra casa. Yo sabía que habían llegado desde el momento en que entraba por la puerta de mi regreso del colegio. El olor a cachelos que venía de la cocina era tan reconocible que mamá ya no me decía nada más. Allá iba corriendo hasta la pota al fuego para deleitar exquisitamente mi olfato. 

No serían los únicos envíos desde Medeiros. Hacia mitad de enero llegaría el deseado paquete con una estupenda selección de productos de la matanza.Chorizos, androllas, lomos, unto… en fin, todo lo que un buen empaquetado pudiera aguantar en el largo viaje. Tampoco faltaría el envío de un jamón. Siempre me acordaré del cuidadoso esmero con el que se había preparado la deliciosa pata bien curada. Llegaba rodeada de la tela de un saco y cerrada con cuerda bien cosida por todo un lateral. Era evidente que a mi abuela le había llevado su trabajo para que quedara bien embalado. Así me los imaginaba, a mis abuelos en la distancia preparando y enviando tantos deseos de cercanía.

Mi padre ya andaba nervioso en esos días. Sabía del aluvión de pequeños presentes que se irían acumulando para el viaje. Todos confiábamos en su buen hacer para empaquetar y casi pidiendo milagros que pudieran incluir todo. Los ofrecimientos venían por todos los lados. Mis tíos con alguna botella de vino de su propia cosecha, el aguardiente de mi abuelo o el licor de hierbas de mi tía Luisa, que según me contaban, era de los mejores. Tampoco faltaba el licor café casero de mi abuela, cuya receta pasó de generación en generación. Así que ya veías a mi padre buscar una buena caja de botellas para poder transportar con seguridad tantos obsequios que llevar. Mientras dejaba a mis padres discutiendo sobre la idoneidad de aquellos paquetes, era también mi momento de ir despidiéndome de algunos “pequeños amiguitos” que durante ese mes había visto nacer. Se trataba de las pequeñas crías de conejos que habían nacido hacía quince días. Tras el aviso de mi tía Constanza, una parte de mis correrías era pasar por su casa y hacer un seguimiento minucioso de aquellos diminutos gazapillos que todavía tenían los ojillos cerrados. Mi tía disfrutaba enseñándome a los pequeños conejillos. Me los acercaba a mis manos y con muchísimo cuidado los acurrucaba a mi regazo para mantenerlos calentitos. Menuda delicia disfrutar de aquella suavidad y ese calorcito de sus cuerpos tan pequeños. Me encantaba ver la evolución tan rápida de los retoños. Sus orejas crecían de un día para otro y sus ojos ya permanecían abiertos ante tanto delicado zarandeo por nuestra parte. Empezaban a diferenciarse las diversas tonalidades de sus pelajes y era el momento de disfrutar viéndolos en sus primeros correteos. Mi tía, con toda la buena intención, me ofreció un maravilloso regalo al ver la pena de despedirme de ellos. “Mira, llévate uno a Valencia, elige el que quieras” ¡¡Menudo notición!! Por supuesto que me lo llevaba. Así de contenta regresé a casa. ¡¡Papá, que la tía me regala un conejito para llevármelo!!” La cara de papá fue todo un poema. Era la típica expresión de mi padre en la que dejaba clara la negativa incontestable. “Pero hija, cómo nos vamos a llevar un conejo. Imposible” De nada sirvió mi compromiso de llevarlo conmigo, de buscar una caja para el transporte, de mi insistencia en la responsabilidad de su cuidado… A pesar de todas mis súplicas, el pobre gazapillo no se haría valenciano. Así que volvía a desandar el camino para decirle a mi tía que era imposible. Mientras me alejaba escuchaba a mi padre la retahíla de quejas propias de esos días. “Lo que faltaba. También llevarnos un conejo. Y también un pollito, no te digo… Esto no puede ser. Hay que empezar a seleccionar, si no vamos a parecer porteadores en las estaciones...” Me hizo gracia la expresión de mi padre. La verdad, todos los años era lo mismo. Entre la insistencia de mi madre para llevarse los queridos productos de su casa y el dolor de cabeza de mi padre para buscarles sitio, se pasaban las últimas horas en Medeiros. Ciertamente, el deseo de llevarme a un pequeño conejo era la gota que colmaba el vaso. Mi tía me tranquilizó. Ella cuidaría al pequeño “Willy” que me esperaría el año siguiente. Bendita inocencia...

jueves, 26 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: UN GLOBO EN EL TEJADO

 

Nuestra estupenda pandilla de Medeiros iba menguando como los días de vacaciones. Poco a poco se reducía la chiquillería de las calles y las tardes de continuo alboroto infantil. Así que los paseos ya empezaban a ser más cortos y los partidos de futbolín en el bar de Cándido necesitaban menos vueltas para concluir la liguilla. Mis primos y yo intentábamos en esa última semana arañar minutos a las horas para estar juntos. Tanto es así que ante la orden de mi tía Mercedes de no salir hasta después de las seis, prefería acudir a su casa y quedarnos encerrados en una de las habitaciones donde iniciar, hasta el permiso correspondiente, nuestras hazañas personales. Era tiempo de inventarse cualquier tipo de juego y con los elementos más sencillos que estaban en nuestra mano. Sin hacer publicidad a una marca de pipas, aquel verano nos suscribimos a esas bolsas que traían unas bolitas en su interior. Si al romperla aparecía un punto oscuro, teníamos que volver al puesto de venta porque nos había tocado un estupendo globo con el eslogan de la marca. Una unión genuina entre las pipas y un toro que se lamentaba de morir sin haber probado aquel estupendo manjar. Con la imaginación propia de aquella maravillosa edad, nos inventamos un juego trepidante. Hinchar el globo, subir las escaleras del taller de Paco, decir a los cuatro vientos el lamento del pobre toro y soltar el globito de marras. Tras decenas de subidas y bajadas, y las risas propias de ver hasta donde llegaba la desinflada del pobre globo, ocurrió lo que no habíamos pensado. La trayectoria del hinchable desvió su camino hasta el tejado. Menuda mala suerte, ahora que le habíamos cogido el tranquillo al juego recién inventado. A pesar de los intentos de subirnos hasta el tejado para recuperar nuestro utensilio deseado, solamente faltó el chillido de mi tía para dejar en paz el tejado, el globo y cualquier ocurrencia que pasara por nuestra cabeza. “Vamos a comprar otra bolsa de pipas. Igual nos toca otro globo”. Pero la suerte no se acerca dos veces, y en nuestro caso, tampoco. Así que sentados en las escaleras de la casa de mis primos, mirábamos con nostalgia el pobre globito azul que descansaba ya para siempre en las tejas de la casa de enfrente. Una primera derrota en nuestro quehacer infantil no sería suficiente para acabar con nuestra tarde estival. “Y si vamos hasta el Valeciño? Pues vale”. 


Aquellas últimas tardes en Medeiros eran un ir y venir por sus calles, como comprobando que muchos ya habían marchado y dejado ese halo de morriña que quedaría en el aire hasta un año después. En la fuente del Valeciño pasábamos un buen rato observando como la veta de la fuente exponía una profundidad impresionante. De ahí siempre los avisos de no asomarse demasiado y tener mucho cuidado para acercarse a beber en el continuo chorro de agua que salía de ella, fresca y limpia para esas últimas tardes de calor.

Puestos a visitar fuentes, decidimos acudir también a la del Bouzo. Junto a ella teníamos la casa del cura y el espectacular cruceiro de Medeiros, que había servido en la época de nuestros padres como punto de reunión para aquella juventud. Y como recordando esos tiempos pasados, nos sentábamos a los pies del cruceiro para comentar las pocas cosas que ya nos quedaban por contar. Recordar nuestras andanzas y reírnos de alguna que otra travesura que quedarían año tras año en nuestro coleccionable particular y que servirían para seguir soñando con nuestra aldea. Allí terminamos la última bolsa de pipas. Pensando ya en qué hora podría ser, vimos a Don Antonio, el cura de la parroquia, que salía apresurado de su casa. “Hola mozos, qué hacéis… ¡¡Uy!! menuda cara de aburrimiento… Venga, venid conmigo a misa”. Cualquiera le decía que no a Don Antonio. El cura que nos había visto crecer a todos. Así que allí nos dirigimos. Era una forma más de alargar aquel atardecer. Teníamos el mejor salvoconducto para llegar un poco más tarde a casa. Mientras tocaban la última llamada a misa, aprovechábamos para visitar a nuestros seres queridos en el cementerio que rodeaba nuestra iglesia. Sabíamos de la ubicación de familiares y vecinos que nos habían dejado ya hace tantos años. En voz baja y con un inmenso respeto íbamos recorriendo las lápidas y las flores que recordaban con cariño a todos ellos. Bien valía un pequeño rezo por todos ellos. Una forma especial de alargar su existencia con un hermoso recuerdo.

ESCALERAS DEL ALBA

 

Descuento los días hambientos

entre pisadas de arena blanca

esperando las mareas vivas

para anidar la espuma del alba.


Regreso sobre las miradas

que hilvanan almohadas de nubes 

como escaleras en el cielo,

apresurando las mañanas.


Me pregunto por mi pasado

repleto de risas desordenadas,

replegando las penas del alma,

que dejan un brillo en el cielo

que juegan entre los pies en la playa.


miércoles, 25 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: CARTAS PARA LA CASA DEL CARTEIRO

 

Mi abuelo Domingos ejerció de “carteiro de Medeiros” durante muchos años, hasta su jubilación. De ahí la existencia en una de las puertas de la casa, de una abertura horizontal que dejaba su entrada a una cajita de madera donde se depositaban las cartas que los vecinos querían mandar mediante esa comunicación única y tan necesaria con sus seres queridos. Recuerdo vagamente esos últimos años de cartero de mi abuelo. Era demasiado pequeña para hilar más allá de algunas imágenes, como el bolsón que llevaba mi abuelo cuando se iba a repartir el correo a los pueblos de la montaña o el sonido de alguna carta al deslizarse en el cajoncillo de la puerta. En aquel tiempo quien ocupaba ese trabajo era mi tío Pepe, el hermano pequeño de mi madre. En aquellas era todo mucho más cómodo. El reparto y la recogida del correo en la oficina del valle se hacía mucho más rápido gracias a la utilización de aquellos primeros coches que comenzaban a danzar entre las carreteras de zahorra que unían la comarca de Monterrei. 

Era habitual encontrarme a mi tío por las calles de Medeiros realizando su reparto al vecindario. Llevaba varios días preguntándole si no había ninguna carta para mí que, junto a la negativa de mi tío, me dejaba preocupada sobre la dirección que había aportado a mis amigas del colegio para cartearnos durante el verano. Hacía ya dos semanas que había mandado unas estupendas postales de Verín donde les contaba lo bien que me lo estaba pasando y les animaba a ver el castillo que teníamos tan bonito en el valle y que desde la casa de mis abuelos podíamos verlo en su plenitud. Había sido una pequeña promesa entre las compañeras de clase para intentar saber de nosotras durante el verano. La falta de las nuevas tecnologías que tenemos hoy nos dejaba ese silencio estival que siempre terminaba en la añoranza de saber de tus colegas de estudio y juegos.

Cuando casi estaba perdiendo la esperanza de recibir alguna noticia, apareció al mediodía mi tío Pepe: En principio era normal que viniera a ver a mis abuelos y saludar a mis padres para pasar ese rato antes de la comida con las conversaciones propias sobre como había ido la cosecha de las patatas o cuánto le faltaba a las uvas para la próxima vendimia. Pero aquel día, mientras subía las escaleras, mi tío traía una sonrisilla especial. “ Aquí tengo unas cartas para una señorita”. Por fin, las deseadas letras de mis amigas empezaban a llegar. Nada menos que dos cartas y una postal de mis gemelas Alicia y Virginia. Las cartas con la dirección perfectamente puesta eran de mi querida Celia y mi imprescindible Lola. Menuda alegría. Papá, sabedor de mis dudas, empezó a reírse de la cara de emoción con la que me quedé mirando la estupenda entrega de nuestro cartero. Mi abuelo, tan dicharachero con todo, empezó a especular sobre los remitentes, insinuando la posibilidad de algún primer amorcillo que pudiera andar por ahí.¡¡No abuelo, que son mis amigas del cole!!”. Mientras los mayores quedaban con los chascarrillos propios del momento, fui corriendo a la cocina a decirle a mamá y a la abuela mis buenas nuevas. Y allí me quedé sentada en el banco corrido para ir leyendo con intensidad todo lo que me contaban. Ellas también estaban pasando un estupendo verano. Algún viaje especial, encuentros con la familia, quince días en la playa… En fin, todo un abanico de actividades de las que formarían parte de nuestras conversaciones justo cuando comenzara el curso. En todas coincidía el deseo de que coincidiéramos todas en la misma clase para seguir conformando ese grupo que permanecería intacto hasta nuestra juventud. “Qué te cuentan, cómo están”. Era siempre el interés de mi madre. “Que ya están deseando que nos veamos, mamá”. Con esa respuesta intervenía mi querida abuela. “Ya tienes ganas de volver a Valencia, verdad?” Era el único pinchazo en el corazón de niña que sentía en esos veranos en Medeiros. Volver significaba reencontrarme con mi vida cotidiana, desde luego, pero era también alejarme de mis abuelos y su vida. Era tener que volver a imaginar a mi familia en el día a día con demasiados kilómetros de distancia que solamente quedaban acortadas por aquellas cartas de ida y vuelta entre mis padres y mis abuelos. Un poco sí abuela, pero también me gustaría estar más cerca de aquí...”. Poco más se podía decir. El silencio de mi madre era suficiente para saber que la pobre ya estaba llorando. Todos los años era igual. Tanta alegría al venir para ir perdiéndola en los días venideros que terminarían con el viaje de regreso. Así que me levanté y fui a guardar las estupendas noticias de mis amigas. Justo al salir de la cocina vi a mi abuela sentada en la esquina de su cama. Se estaba anudando su pañuelo en la cabeza y sus preciosos ojos azules brillaban de esa forma especial que te deja la pena. Y allí fui yo, a regalarle un beso desnudo de palabras. No hacía falta nada más. No se podía hacer nada más...

martes, 24 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LAS PRIMERAS LLUVIAS DE AGOSTO

 

Aquel día en Medeiros iba a ser totalmente diferente. Por la pequeña ventana de mi habitación se veía una niebla intensa que presagiaba el cambio de tiempo. Tras los días de intenso calor llegaban las primeras tormentas para recordarnos a todos que el tiempo estival empezaba a abandonar su evolución e iba dejando detrás de los toxos los primeros fríos de la temporada. Esas mañanas se notaban en casa. Ya no se sentía el trasiego propio de ir al monte. Tampoco se podría aprovechar para lavar la ropa, así que encender el fuego en la cocina y disfrutar de un relajado desayuno con todos alrededor de la mesa era el mejor modo de ir viendo como se desarrollaría el día. En la terraza ya se encontraba mi abuela observando las montañas lejanas que separaban la zona fronteriza portuguesa. Como siempre decía, “si las nubes vienen de allí, tenemos granizo seguro”. Nunca me he olvidado de aquel pronóstico meteorológico. Mas que nada porque siempre acertaba. Mi abuela se quedó tranquila. Parecía un día típico de lluvia tan propio de esta tierra por la que su color siempre desgrana las miles de tonalidades de la frescura verde.

Para mi pandilla esos días eran nefastos. No podíamos corretear a nuestro antojo y tendríamos que estar más horas de las deseadas en nuestras casas. Aquellos tiempos no contaban con los móviles y menos con las mensajerías rápidas donde estipular nuevos planes. Tan solo contábamos con la posibilidad, cuando dejara de llover, de acudir hasta las escaleras de la casa de mis primos e intentar aprovechar lo que la beneficiosa lluvia nos dejara.

Los días así eran propicios para cocinar los primeros caldos de la tierra con su berza y sus patatas. Sí, era un plato que resucitaba a cualquiera. Caliente y con esa densidad perfecta que sabía a los aromas de la cocina de mi abuela. También era el día en el que se abría el arcón donde se guardaban los últimos chorizos, tocino y jamón de la última matanza y que servirían para enriquecer el puchero del mediodía. Todo estaba tan bueno… que cualquier enfado por la jornada sin aventuras quedaba despistado con el menú del día. Mientras tanto, papá iría hasta el horno donde compraría las piezas de pan de centeno que a mí me parecían inmensas. Un pan que con el paso de los días y rebanada tras rebanada eran aprovechadas hasta las migas. Siempre estaba bueno. Qué diferente al que comprábamos en nuestro barrio de Valencia…

Mientras esperaba en la pequeña cancela de la entrada por si el cielo decidía abrir alguna esperanza de ver el sol, empecé a ver a mi abuela en una actividad culinaria que siempre me fascinaba: la preparación del caldeiro con la comida para los cerdos que estaban siendo criados aquel año. El agua bien caliente donde se le echaban dos latas de aquellas harinas que a mi me parecían tan especiales. Berzas y remolachas bien cortadas además de algunos restos de patatas o manzanas que se unían a aquel festín. Como tenía que meter la mano en todo, mi abuela me indicó que me preocupara de remover bien aquella mezcla y que cuando estuviera bajaría con ella hasta la pequeña porqueira donde se encontraban los dos cerdos. Eso sí, siempre detrás de ella, que cuando los animales sabían que les llevaban la comida se ponían nerviosos. Tenía toda la razón. Era abrir la puerta y casi ya metían el morro en el balde que les llevaba la comida. Tras una breve retahíla de palabras gruesas para reñir la actitud de los pobres cerdos, mi abuela depositaba todo el contenido en aquellas pías de piedra para el deleite los animales. Era el momento en el que me dejaba asomar la cabeza para verlos plácidamente comiendo con tal ansiedad que poco les importaba quién les estuviera mirando. “Venga, vamos a dejarlos tranquilos. Vamos a ver si las gallinas han puesto algún huevo”. Allí nos dirigimos. ¡¡Sorpresa!! Delante de nuestros ojos y bien resguardados encontramos cuatro huevos. Qué contenta se ponía mi abuela. Una excelente puesta que se repetía casi todos los días. Y cómo hablaba con ellas. Bonitas, riquiñas… Otra retahíla de palabras de aliento para aquellas aves que acompañaban las entradas y salidas de nuestra casa.

Mamá, que estaba en la cocina, recibió con alegría el resultado de aquella recolecta de huevos. Para la noche ya teníamos el menú. Una magnífica tortilla de patatas con cebolla. Todo con productos de nuestra casa. Qué más se podía pedir. Así quedaba la cancela otra vez cerrada. La lluvia seguía regando las calles dejando los primeros riachuelos entre las tierras graníticas y aquel olor tan característico. En el banco de la entrada de casa estaba sentado mi abuelo. Había que reconocer que aquellos días también sentía cierto aburrimiento. Ni ir al monte, ni pasear con su caballo hasta algún lameiro para que se diera su festín de hierba fresca… Mi abuelo me comprendía. Así que allí me senté con él. A nuestros pies la pequeña perrita Linda. Otra que sabía que la jornada sería muy tranquila. En las manos tenía mi abuelo el libro que me había comprado en la feria. “Menudo libro, Sariña. Tiene un montón de páginas. Te costará terminar tanta lectura”. Estupendo motivo que me daba mi abuelo para contarle todos los cuentos que recogía aquel estupendo ejemplar y enseñarle todos los dibujos que traía. Gracias a aquel momento, el abuelo Domingos me contó otros cuentos de cuando él era pequeño. En verdad, se parecían a otros que también formaban parte de los que contaban mis padres. La mañana, a pesar de todo, estaría llena de muchos recuerdos que, al final, siempre sirven para volver a contar.

lunes, 23 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: A PLANTAR BERZAS

 

La última semana en Medeiros tenía también su cita con las nuevas plantaciones que servirían para preparar el invierno. La cita ineludible eran los nuevo brotes de berzas. Así que en una mañana enfilábamos el camino para llegar a la leira que estaba ya bien surcada por el arado de mi abuelo para comenzar a plantar. Con un feixe lleno de las plantitas que servirían de brotes, íbamos cogiendo cada uno un surco para ir dejando los retoños que posteriormente con un buen sacho enterraban mi abuelo, mi tío y mi padre. Yo tenía la medida bien aprendida. Mi madre daba tres pasos de una planta a otra. En mi caso tenía que llegar a los cuatro pasos para que quedaran bien ordenadas y equidistantes con las otras. Un trabajo fácil que posteriormente se completaba con el riego una por una para dejarlas bien preparadas en su ubicación. La verdad que era una actividad que se desarrollaba con prontitud y especialmente por la tarde, para dejarlas a la fresca en sus primeras horas para enraizar bien. Así me lo contaba mi abuela Estrella, que era la que se preocuparía del buen desarrollo de la plantación con su tiempo de riego y que remataran con esas hermosas hojas verdes, grandes como abanicos y tiernas para el caldo tan propio del invierno. Las berzas servían para muchas cosas. Eran también el sustento perfecto para las gallinas de casa, o las pitas como decía mi abuela. También era el complemento ideal para los cerdos, cebados en casa de mis abuelos y que con tanto esmero mi abuela le preparaba su estupenda comida diariamente. Seguir las actividades diarias de mi abuela era un no parar. Su visita a la huerta familiar, su querida Cortiña, que le suministraba los productos frescos para la cocina. Tomates, pimientos, cebollas, garbanzos, lechugas, fabas… Menudo supermercado de productos tenía mi abuela en aquel pequeño vergel. 


Allí comenzaba la vigilancia de todos los días para ir recogiendo los primeros tomates maduros que junto con las lechugas, que ya estaban a punto, servirían para acompañar la comida diaria. También era el momento de comprobar si ya se podían arrancar las cebollas que aquel año tenían un tamaño espectacular. Para ir a la Cortiña tenías que bajar por una escalera natural de piedras. Menuda agilidad la de mi abuela para danzar por ellas. Allí te encontrabas con otros familiares que tenían también su trocito de huerta con la misma función. Cuántas veces me explicaba mi querida abuela que todo aquello era de su madre, que al casarse con mi bisabuelo vendió su patrimonio en la Saceda para irse a vivir a Medeiros. Y como era una tierra muy buena decidieron repartirla en diversas partes para que todos los hijos tuvieran su trocito del tesoro de la bisabuela Aura. Nunca conocí a mi bisabuela, pero con los detalles de mi abuela Estrella era capaz de ponerle cara y andares a aquella mujer tan especial que sirvió de apoyo a todos sus hijos a pesar de enviudar demasiado pronto.

Aquel día mi abuela decidió que era el momento oportuno de arrancar las matas de los garbanzos. Ya estaban en su punto para su recolección. Así que se desató el mandilón y empezamos a poner todas las matas bien ordenadas encima de él. Aprovechó para arrancar unas cebollas estupendas y hacer el hatillo para transportarlas hasta casa. En un cubo que había servido para regar desde el pozo ya se encontraban los tomates, las lechugas y los primeros pimientos que acompañarían la comida del mediodía. Y tras subir otra vez las escaleras para acceder al camino a casa, llegaba el momento que siempre me dejaba con la boca abierta. Mi abuela se ponía en la cabeza el hatillo en un equilibrio perfecto con una mano en la cintura y la otra en el cubo, y el camino a casa se convertía en un vaivén con el que podía hasta pararse a hablar con otras vecinas que volvían también a sus hogares. Para mi era, y lo sigue siendo, toda una técnica que a día de hoy se me hace imposible. Cómo podían llevar toda aquella mercancía con tanto estilo. Mi abuela siempre se reía de mi cara de admiración. “Sariña, son muchos años de práctica…”. Y tanto que eran años. Después vendrían los encuentros con tantas mujeres que venían con sus cubos de agua o con aquellas tinas de metal con la ropa recién lavada, que solamente el recipiente ya pesaba un montón. Mientras llegaba con mi abuela a las escaleras, mi sorpresa vino cuando a mis espaldas empecé a oír la voz de mi madre. “Ya hemos terminado en el naval. Y hemos recogido algunas berzas y unas remolachas, mamá”. Interesante información para mi abuela y sorpresón al darme la vuelta y ver a mi madre. Allí venía ella también con su hatillo, por donde salían las inmensas hojas verdes, coronando su cabeza. “Mamá, tu también te lo pones en la cabeza!!”. Tras los comentarios entre risas de ambas, a mi me quedaba un nuevo reto… ¿Sería capaz de llevarlo yo también? Como con otras cosas, la resolución de mi abuela y mi madre era fácil, todavía me quedaban unos años para esos intentos. Vaya… siempre los años. En fin, no me quedaba otra. Mientras ordenaban todo lo que traían, me dejaron al cuidado de echarles granos de maíz a las pitas. Y con ellas me quedaba a los pies de las escaleras. A mi lado estaban los mandiles ya vacíos, y en mi cabeza seguía ronroneando esa magistral técnica que nunca dejé de admirar.

domingo, 22 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA VISITA A VERÍN

 

En los últimos días de vacaciones se mezclaban las diferentes salidas a las villas cercanas coincidiendo con los tradicionales días de feira. Esas tres jornadas al mes que antiguamente servían para comprar desde aparejos para el trabajo en las tierras y brotes de semillas para seguir dándole productividad a las huertas familiares con los generosos productos básicos de la cocina, hasta la compra y venta de ganado. Mi abuelo siempre contaba historias estupendas de aquellos años donde se iba muy pronto hasta la capital del valle para hacer un buen negocio ganadero o empezar a tratar la futura cosecha del vino tras la ya cercana vendimia. Eran las conversaciones después de la cena cuando mi abuelo Domingos se convertía en el trotamundos de las mejores anécdotas de su juventud. Pero en aquella ocasión mi abuela Estrella acortó su continuado monólogo. Había que madrugar para bajar hasta Verín. Aún así nos dió unas estupendas pinceladas de lo que nos encontraríamos, como todos los años, en el último día de feria en agosto.



Durante el mes, mi abuelo había sido el encargado de los recados propios de aquellos días previos para las fiestas y las comidas compartidas que aprovechaban de cualquier domingo para las reuniones tan deseadas de la familia. Era el tiempo de comprar buena ternera o el cabrito para el asado del día grande.

Pero acercándose ya la fecha del regreso a nuestra casa siempre teníamos una cita para acercarnos hasta Verín y hacer esas pequeñas compras que casi servían de despedida de un verano más. También era mi oportunidad de gastar algunas de las gratificaciones recibidas por aquellos festivos y las 100 pesetas de mi abuelo para comprarme unos bonitos ganchos para el pelo. A mi abuelo le encantaban aquellos utensilios para decorar el pelo. Cuando llegaba mi cumpleaños en el mes de abril, siempre recibía una carta a nombre de mis abuelos en cuyo interior me encontraba dobladito un billete junto a una hoja típica de correspondencia con sus líneas azules donde podía encontrar las letras de felicitaciones de mis queridos abuelos y su firma: Domingos y Estrella. En ellas ya me explicaba que me mandaba ese papel moneda para esos ganchos que cuando llegaba el verano siguiente le enseñaba con orgullo. “Mira abuelo, te gustan estos ganchos? Los compré con el dinero que me mandaste”. La sorpresa de mi abuelo y la exclamación de asentimiento eran suficientes para seguir esta costumbre de coquetería.

Así que aquel sería el día para corretear por la feria con su diversidad de puestos donde ya en aquel tiempo la oferta se ampliaba con ropa, zapatos, lencería, manteles….En fin, que podías comprar casi cualquier cosa. Mis padres vivían esa jornada con la intensidad y el nerviosismo de comprar todos los recados que tenían en mente. Por mi parte, además de seguir a pies juntillas las indicaciones de mi padre, tenía que esperar mi oportunidad para llegar a la pequeña librería de la plaza donde comprar algún libro especial de los que me gustaba atesorar. Todo llevaba su ritmo, desde lo imprescindible para mis abuelos hasta mis compras que, aunque no me hiciera mucha gracia, formaban parte de lo secundario de aquel ir y venir por las calles de Verín. Además no podíamos irnos sin ir a tomar la tapa de “pulpo a feira”.Una obligación incontestable en un día como ese. Así que la siguiente cita era en la casa del pulpo de la señora Teresa. Por allí pasaba toda mi familia y desde la que siempre mandaban recuerdos para mi abuelo. Aunque mis compras quedaban para el final, tampoco renunciaba a ese manjar que tanto me gustaba. Mi madre sabía que lo que más me gustaba eran esos rabitos encaracolados que con un palillo pescaba del plato de madera con prontitud. Así que me los iba apartando hacia mi lado para facilitar mi insaciable y deseosa degustación. Menuda cara de satisfacción cuando terminábamos de comer. Con la indicación de mi padre de no tomar agua con el pulpo, terminaba el refresco mientras mis padres apuraban su taza de vino.

Era el momento de acudir a mi visita a la librería de mis amores. Mamá esperaba fuera con un montón de bolsas con las pequeñas compras realizadas y papá me apuraba en el interior para que eligiera rápido. Tras varios minutos mis ojos se fijaron en el que sería mi elección definitiva: Mil y un cuentos de María. Pintaba excelente. Así que haciendo labores de mayores, saqué el billete de mi abuelo para pagar al señor Pedro que con delicadeza me daba las vueltas y , por supuesto, me hacía saber sobre el acierto de mi elección. Con mi libro bajo el brazo, empecé a contar las monedas que me quedaban en el monedero. Me sobraba para comprar en el puesto de al lado unos preciosos ganchos para recoger el pelo. “Mamá, espera. Vamos un momento hasta ahí delante”. Con cierto enfado mi madre me indicó que teníamos prisa para ir al autobús que nos subiría a Medeiros. “Mamá, si es un momento. Quiero comprarme unos ganchos para enseñárselos al abuelo”. Mamá tuvo que reconocer que el motivo de la espera valía la pena.

Ya en el autobús, sentada en mi asiento le enseñaba a mi madre la estupenda compra. Al llegar a las escaleras de casa ya veía a mi abuelo. No hacía falta ni subir los escalones. “Mira abuelo, mira que chulita voy con mis nuevos ganchos”. El abuelo Domingos daba su asentimiento ladeando su boina y avisando a la abuela: “Estrella, aquí llega una señorita que pregunta por nosotros¡¡”

sábado, 21 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: UN DÍA EN LA REGUEIRA

 

Con el paso de la fiesta del 15 de agosto, Medeiros volvía a vivir el éxodo goteante de todos los veranos. Regresaban nuevamente las tristes despedidas de quienes por unos días habían completado aquellas casas de tiempo que encontrabas en cada paso que dabas por la aldea. Así que para los que todavía nos quedaban unos cuantos días más, era el momento de exprimir cada una de las actividades que quedaban pendientes para compartir con los nuestros. 

Aquel año y gracias a esas sincronizaciones que, a veces, te regala la vida cotidiana, la familia directa de mi padre protagonizó un comida popular en el río. Las hermanas de mi padre, Luisa y Mercedes, junto con parte de su prole, nos encaminamos hasta nuestra Regueira donde pasar un estupendo día. El menú era lo de menos, porque la opción de unas estupendas sardinas y la irrenunciable pota de cachelos garantizaba el éxito al paladar.

Mamá preparó algunas cosas para que mi padre y yo lo lleváramos para el festín. Los más pequeños, bien sabedores del camino, saldríamos perfectamente equipados para llegar hasta el río a buen paso. Las idas siempre eran estupendas, ya que cuesta abajo todo se hacía más llevadero. Un recorrido donde todavía nada nos pesaba, y menos pensar en la vuelta, que con la cuesta se hacía eterna hasta que veíamos el cartel de la llegada a Medeiros.

Cuando comenzamos a bajar el camino abrupto para llegar a las primeras orillas del Búbal, ya éramos sabedores de que nuestros mayores se encontraban en acción. Las primeras sábanas extendidas entre las matas frondosas, para que quedaran bien blanqueadas con el aún sol intenso de agosto, nos avisaba por donde se encontraban nuestras familias. Mientras las mujeres se encaraban con los golpeteos constantes a las piezas de ropa contra las rocas, bien alisadas por la erosión del agua, los hombres comenzaban a buscar las pequeñas ramas que servirían para hacer un buen fuego para los quehaceres culinarios. Una actividad en la que participamos activamente con nuestra aportación con ramitas que ayudarían a avivar aquel cocinar tan primitivo y natural. No faltarían los chapuzones en el río. Era una estupenda oportunidad para lavarnos el pelo en aquella agua que no necesitaba suavizantes, dejando una sedosidad y brillo incomparable. Cosas que nos regalaba la naturaleza sin pedir nada a cambio.


Para el mediodía comenzaba el trasiego en nuestra estupenda cocina alternativa. Con el lugar bien enfundado con piedras, para evitar que las llamas fueran más allá de los necesario y con el cubo de agua preparado para cualquier despiste, el fuego estaba preparado para recibir las primeras parrillas para empezar a asarlas. Antes ya se habían cocido las patatas en una gran pota que, junto al agua del río y un generoso puñado de sal, se convertirían en unos estupendos cachelos que simplemente oliendo ya alimentaban. Los cachelos necesitaban ser escurridos y golpeados posteriormente en su olla para dejarlos con esa textura característica y comerlos casi de un bocado. Menuda delicia, que sigue siendo apetecible como acompañamiento a cualquier comida.

Mientras, el aroma inconfundible de las sardinas recién hechas iniciaba el despliegue de todos nosotros por el suelo, buscando un buen acomodo para el festín. Tampoco podía faltar la media ola de viño de casa que permanecía fresquito en un regato del río como la mejor bebida de acompañamiento. Los más pequeños ya teníamos preparadas nuestras cantimploras de agua que previamente habíamos llenado en la fuente del Portelo antes de salir de la aldea y que habían hecho compañía a la garrafa de vino en su refrescar generoso. Una garrafa de vidrio que, bien forrada de cestería, se reciclaba cada año para ir guardando la cosecha familiar de la vendimia.

La sobremesa se llenaba de risas y anécdotas de tiempos pasados. De todo lo que la vida había ido cambiando. Nostalgias propias de quienes preceden en este andar de la vida y que ahora nos sirve a nosotros, ya bien creciditos, para entender mejor esa morriña gallega que permanece como un manto de resueños en cualquiera de nosotros. Para nuestra familia también comenzaba el tiempo del goteo de despedidas. Algunos de mis primos ya marchaban en un par de días, y con ello empezaba el difícil trabajo que suponía comenzar a deshojar nuevamente el calendario para contar otros doce meses de espera. Papá sabía bien de esos sentimientos. Más de media vida con la misma tarea de llegar y volver a marchar. Por eso era tan importante vivir aquel mes de agosto con toda la intensidad posible, para dejar bien lleno ese vacío de tantos meses.

Escuchar aquellas conversaciones tan frágiles de entereza nos dejaba a mis primos y a mi con la realidad que teníamos por delante. Empezamos a descontar los días que nos quedaban para nuestras despedidas particulares. Comenzamos a sobrellevar que el verano estaba llegando a su fin y a contar los días también para la vuelta al cole. Gracias a mi prima Merche aquel desazón vital se esfumó con una magnífica propuesta. Ya podíamos volver a las aguas del río…..”El último se lleva el aguadilla de todos¡¡”. Las risas volvían a hacerle competencia a los pajarillos que pasaban por allí. Todo regresaba a su ritmo esencial. Recoger la ropa recién seca. Limpiar nuestra zona de cocina para intentar que nada de lo ocurrido alterara el encanto de aquel paraje... Y cerrar las primeras nostalgias de un verano que comenzaba a despedirse.

viernes, 20 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: CUMPLEAÑOS EN MEDEIROS


Como en cualquier otra familia, aquellos días de vacaciones coincidían con alguna celebración de cumpleaños de alguno de sus miembros. En nuestro caso era el de nuestra querida tía Luisa. La hermana de mi padre tenía un motivo especial para reunir a todos sus hijos, hermanos y sobrinos para este día especial. Los primos sabíamos de esta celebración y teníamos esa cita bien apuntada para acudir hasta la casa del Valeciño donde estaba ya completa toda la familia Revinva. Una casa llena de actividad con todos los hijos de mis tíos, que siempre sabía a cientos de conversaciones con unos y con otros. Nuestras primas Dominga y Mercedes, que en aquellas ya tenían a sus primeros hijos, eran las que venían de más lejos para reunirse, como cada año, con el magnífico clan familiar. En aquellos años, sus recorridos vacacionales pasaban también por las tierras andaluzas de sus maridos, siendo un verano lleno de los deseados kilómetros de viaje con el único objetivo de reencontrarse con sus queridas familias.

Después llegaban los demás, que habían iniciado su vida en tierras catalanas y que por proximidad, en mi caso, teníamos algún encuentro más allá de los veranos en Medeiros. Siempre recordaré las visitas de mis primas Marina y Puri a nuestra casa de Valencia. Para mí era una gran alegría. Acostumbrada a mis vivencias tan estrictas con la familia, contar con la visita de otros miembros familiares era una genialidad. Con Puri, la más joven de las hijas de mis tíos, comenzaba a descubrir esos detalles tan interesantes sobre los arreglos femeninos. Me encantaba ver su neceser que olía tan bien, a esos sencillos maquillajes de juventud que dimensionaban aquellos ojos tan vivos de mi prima. O la visita a la tienda de vaqueros del barrio donde se probaba los últimos pantalones de moda que tan bien le sentaban. Y Marina, un lujo de persona para enternecer tantos sacrificios que la posicionaban como la buena cuidadora de sus hermanos en Barcelona. Independiente, trabajadora, llena de proyectos por ir cumpliendo. Su estupenda formación como peluquera fue buenamente aprovechada por nosotras, sus primas más pequeñas, para contar con un pequeño servicio muy personalizado de peluquería. Siempre me ha costado cortarme el pelo. Y siempre ha sido ella la que, finalmente, me animaba en aquel entuerto del cambio de look. Las benditas tijeras de Marina siempre hacían el milagro.

Finalmente, contábamos con nuestro primo Manolo, el pequeño de la saga familiar y con el que compartimos los primeros bailes de juventud y su inagotable amor a la música. No había mejor lujo que contar con una de aquellas cintas de magnetofón donde recopilaba muchas de las canciones que después escucharíamos en nuestras ya posteriores visitas a las discotecas de la época. Con toda aquella diversidad, era de entender que el bullicio de las casa de nuestros tío siempre estaba llena de la intensidad de las reuniones propias de las familias numerosas. Con el recuerdo de mi padre acudiendo aquella tarde a casa de la tía Luisa, ya que había celebración, allí me presentaba con mis primos por parte de mi tía Mercedes para felicitar a nuestra tía Luisa. Era la oportunidad de verlos a todos. Las pequeñas conversaciones sobre como había ido el año, de cómo habíamos crecido todos y de ir conociendo a los bebés que iban aumentando la familia Revinva.

Mi padre disfrutaba de esas pequeñas reuniones que unían cada año su vínculo con sus hermanos. Él era el hermano mayor y el primero que salió de su tierra tras pasar por aquella negra experiencia de la guerra civil. Me acuerdo cuando llegaba el tiempo de las celebraciones navideñas que mi padre se presentaba en la mesa del comedor con aquella libretita de siempre para completar las participaciones de lotería con el nombre de cada uno de sus hermanos y la cantidad que jugaban por cada décimo de Navidad. Todo un intento de repartir las pequeñas ilusiones de la vida. También hay que decir que ante la falta de suerte en estas cosas de los juegos de azar, mi padre era el campeón en los deseos de salud que, por otra parte, era lo más importante para garantizarnos una nueva celebración en las vacaciones del año siguiente. Todo seguía bien. Y los años seguían sumando lo más importante, la unión de las buenas familias.

Aquel año mi padre llegaba con una novedad. Mañana iríamos a pasar el día al río. Apuntados quedaron mis tío y primos para aprovechar esos últimos días de agosto y degustar una buena sardiñada. Menuda alegría. Mamá se quedaría en casa para ayudar a su madre en los pocos días que ya iban restando en Medeiros. Pero yo acompañaría a papá en su reunión familiar. Menudo día nos esperaba!!.

jueves, 19 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LOS PASEOS CON PAPÁ

 

Creo que una de las cosas que heredé de mi padre es esa actividad tan gratificante de salir a pasear un rato. Toda una catarsis con uno mismo, entre el silencio exterior y la necesidad de poner en orden tantos ruidos interiores que nos precipitan en el día a día. Me encantaba irme de la mano con mi padre a escudriñar los caminos de Medeiros. Y él estaba encantando de acallar sus silencios interiores para contarme mil y una experiencia de su infancia y juventud desde los lugares que le vieron crecer. La vida de mi padre fue infatigable. Su único objetivo era darle lo mejor a sus hijos desde la honradez y el trabajo diario. Una lucha que se centraba en su propio trabajo para obtener los recursos necesarios. Y esa era su fuerza cotidiana para resolver las vidas de todos. Como todos los padres, el mío trabajaba mucho. Pero en su defensa, nunca le escuché una queja de sus sacrificios. Al contrario, su regreso a casa siempre era motivo de una sonrisa y una apuesta por el día siguiente. 


Medeiros era su tiempo de reconciliación con su pasado. Compartir sus relatos era un placer que me ayudó siempre a ponerle cara y recuerdos a cada recuncho de esta querida tierra. Me imagino que por eso mi conocimiento de los lugares de Medeiros tienen pocos nombres propios pero sí el sitio de los pequeños legados de mis padres y mi familia. Hablar del Gorgolón era algo que sabía más a cuando papá me contaba que en el turno el turno de regar de su familia, se iba de madrugada para atender que no se quedaran sin agua de riego las estupendas cebollas de su madre, la abuela Dominga. A mi padre le encantaba hablar de su querida madre. Nunca la conocí. En verdad, no la pudimos conocer ninguno de mis hermanos ni de mis primos. Marchó demasiado pronto, dejando aún a su hija pequeña, Mercedes, a Luisa y a Antonio todavía jóvenes y a su hijo mayor, mi padre que ya esperaba su primer hijo. Recordaba mi padre como le gustaba ayudar a su madre en aquellos años en los que su padre, el abuelo Avelino, estaba fuera, muy lejos de su familia. Fueron tiempos de sacrificio donde el hijo mayor, mi padre, tomaba las riendas para empujar a la familia en ausencia de su progenitor. Me asombraba imaginarme esos tiempos. Con el sacrificio de no poder ver a tus hijos en tanto tiempo, de la entereza de tantas mujeres luchando en esa soledad diaria que hacía más largos cada uno de los días que sabían a demasiada distancia. Entre cada una de las pequeñas leyendas que papá me iba contando, los caminos por el monte se iban estrechando para recorrer las diferentes parcelas donde los vecinos ya estaban trabajando en las diferentes labores del campo. Paradas imprescindibles para esas pequeñas conversaciones de mi padre con sus vecinos y la posterior explicación sobre quienes eran. “Mira, este es aún primo nuestro por parte de mi madre. Cuántas correrías hemos vivido juntos cuando tu padre era pequeño. Y este otro que acaba de pasar también es aún primo nuestro por parte de mi padre. Un buen hombre y qué trabajador”. Saber de todas las relaciones familiares que podíamos encontrar en la aldea era interminable. A veces, me daba la sensación que todo el pueblo era familiar nuestro. Me imagino que por eso, deambular por cualquier calle de Medeiros era casi visitar a cualquier nexo con la familia. Toda una sensación de seguridad, desde luego.

A mi padre le encantaba llegar a la zona más cercana al río, donde el silencio se convertía en un fondo de agua que repiqueteaba entre las rocas de granito y donde tomaban altura los árboles de las orillas que servían de sombra entre abedules y robles. Mi padre conocía bien toda esa zona. Me contaba cómo iba rastreando, de pequeño, esta zona en busca de pequeñas ramas secas para hacer un pequeño “feixe” de leña y llevárselo a su madre, que haría el fuego que serviría para cocinar y calentar la estancia de su casa y así recibir algo mejor las noches frías de invierno. En aquellos trabajos me contaba mi padre que se aficionó a los cantos de los diversos pájaros que anidaban por allí. A papá le encantaban. Creo que por eso siempre le gustó silbar. Es curioso, casi en mi presente, no me acuerdo bien del tono de voz de mi padre, pero sin embargo, parece que todavía le escucho silbar con ese tono que siempre sabía a bienvenida.

Ya en la orilla del río me contaba cómo su amor a los pájaros le hizo trepar a un árbol donde se veía un pequeño nido. Él quería ver a los pequeños polluelos. Así que dejando su fardo de leña recién recogida, allá se empezó a trepar por el tronco para encontrar solución a su curiosidad. Lo que no estaba en su mente era que otro bichito que intentaba bajar del mismo árbol se encontraría con la manga holgada de su camisa y seguiría el camino por su brazo. El resbalón de mi padre fue morrocotudo. Tras expulsar al pequeño ratolín de su manga, se le quitaron las ganas de volver al intento. Como me reía con los relatos de mi padre, tanto como él contándolos. “Papá y el feixe de leña?, no te olvidarías de él”. “ Pues claro que no, me sirvió de compañía todo el camino para contarle a mi madre como llegaba con tantos rasguños”.

Era interesante saber que en todas las infancias encontrabas la aventura trepidante y las heridas de tantas otras. Ayudado de su bastón que se había hecho él mismo, reiniciamos el regreso a casa. “Tendremos que ir volviendo. Tu madre ya debe estar mirando por el balcón para ver si llegamos”. Se hacía corto el paseo, pero arranqué una promesa para el día siguiente. Iríamos por el puente das Moas. Me esperaba un nuevo ramillete de los años de juventud de mi padre.

miércoles, 18 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LOS CUIDADOS DE MAMÁ

 

Superado el diagnóstico médico, llegaba el tiempo de recuperación para retomar mis aventuras por Medeiros. La primera mañana sin fiebre era el momento oportuno de insistir que ya me encontraba estupendamente y por tanto, mis deseos de volver a salir de casa. “Hasta dentro de un par de días, nada de nada”. Sentencia firme de mamá a la primera de cambio. Era cuestión de tener paciencia y con la ayuda de mi padre, poder acortar ese largo confinamiento que tenía en mente mi madre.

Los cuidados de mamá eran exquisitos. Sentía sus pasos hasta la habitación en varias ocasiones para controlar la fiebre. Volvía a reordenar las sábanas de la cama. El vasito de agua en la mesilla con aquella especie de mini servilleta con su puntilla de ganchillo tan típica para esos menesteres...Unos cuidados que aunque parecían olvidados en el tiempo, han regresado con el paso de los años cuando he sido yo la que tenía que cuidar a mi prole. Un letanía etérea lleno de la suavidad necesaria por la pronta recuperación. Tampoco faltaba la bandeja con las comidas que tenía que ir haciendo bajo la insistencia de terminar todo, condición imprescindible para demostrar la pronta recuperación.

Tampoco faltaban los remedios de mi padre con esos jarabes naturales de miel con limón que aliviaría los dolores de garganta. O su truco de disolver la aspirina con un poquito de agua y azúcar para evitar el gusto poco agradable de la pastilla. En fin, toda una serie de medidas con las que se aparcaba el hacer cotidiano de la casa. Aquel día tocaba la última inyección programada por el médico, así que mi desdicha con ellas llegaba a su fin. Lo bueno de una aldea como Medeiros es que entre sus vecinos siempre había manitas para todo, incluído quien sabía poner inyectables para no depender de un sanitario que tuviera que subir, en aquellos tiempos, hasta la montaña. Y a mi me tocó el señor José, el Pichón para tan ingrata medida médica. Ya me lo avisó de mi padre, “ya verás que bien las pone, ni te vas a enterar”. A mitad de mañana llegaba nuestro particular practicante. Creo que con mi cara de agobio, el señor José ya sabía de mi mala relación con las agujas, así que sin darme oportunidad de muchos comentarios, me empezaba a hablar de lo que estaba haciendo en su huerta, si sabía como se llamaban esas florecillas que habían salido por el camino, que si tenía a toda su familia al completo en casa pero que ahora ya empezaban los días de despedidas….En fin, que sin darme cuenta, el pinchazo se había quedado en medio de algún chiste y la inyección ya estaba puesta. Todo un experto.

Ya quedaba menos para desquitarme de esos días de recuperación. Las tardes siempre contaban con la visita de mis amigos y la compañía constante de mis primos que permanecían conmigo hasta casi la hora de cenar. Sentados en la terraza podíamos escuchar el sonido de la orquesta que comenzaba a tocar en el vecino pueblo de Flariz. Hasta allí irían todos andando para pasar las primeras horas del baile. Eran nuestras primeras salidas del pueblo que por su cercanía nos permitían en aquellos tiempos. Pero este año tendría que conformarme con escuchar los ecos de los pasodobles que ya se oían desde Medeiros. Recuerdo que estas primeras andanzas por las fiestas de los pueblos vecinos y ya en los años de juventud, formaban parte de nuestros inicios en los periplos veraniegos completando un amplio circuito festivo desde las celebraciones de las aldeas más pequeñas hasta acudir a las fiestas en el valle con sus fuegos artificiales. Pero todo aquello formaría parte de otras etapas que en aquellas todavía quedaban alejadas de un presente que nos parecía suficiente para vivir con intensidad nuestros veranos.

Aquella noche ya pude cenar con todos en la mesa. Una prueba más para mi madre de que la vida y mi salud volvían a la normalidad. Tenía aliados para conseguir mi objetivo. Mi abuelo, quitándole importancia a los días en cama. Mi abuela reforzando que mi aspecto ya era inmejorable. Y el guiño de papá proponiéndole a mi madre que mañana nos íbamos los dos a dar un paseo. La sonrisilla de mi madre para finalizar su típico “ya veremos”, era la prueba definitiva para saber que, una vez más, todo seguiría bien. Mañana retomaría mis correteos por Medeiros!!

martes, 17 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: FIEBRE DE MADRUGADA

Con el paso de los años siempre quedó impregnado en mi horizonte los amaneceres en Medeiros. En aquellos años infantiles, presenciar esa ruptura de la noche con el día significaba el fin de la vacaciones y volver a iniciar el camino de regreso a nuestro destino vital. Posteriormente y gracias a las primeras libertades de horario en la juventud y al necesario regreso a casa tras una noche de fiesta, recibir el alba de la mañana se convertiría en el mejor espectáculo para recoger en silencio cientos de sensaciones, esas que prenderían las esperanzas de muchos sueños por los que impulsar más de dos pasos en este caminar que nos apresura a todos. 


Pero de aquellos días y sus amaneceres, me acuerdo de una ocasión que no significaba esa marcha imprescindible, sino un regreso tras el paso por el servicio de urgencias de Ourense. Mi abuela siempre decía que Medeiros no me sentaba bien. En algún momento del mes mi cita con el médico era ya una costumbre. Normalmente, unas amigdalitis o una infección vírica que me dejaba desaprovechados un par de días de mis aventuras en el pueblo. Como cualquier niño de mi edad y a pesar de las recomendaciones de los progenitores, los chapuzones a destiempo en el río o el exceso de golosinas se aferraban a darles la razón y dejarme en cama reflexionando sobre esa mala praxis por mi parte. “Mira que ya lo sabía yo, avisada estabas”. Era la coplilla de mi madre durante las primeras horas de fiebre. Aquel año hay que reconocer que la fiebre se puso demasiado potente y hacia el anochecer el termómetro de mi abuela estaba a punto de reventar. Recuerdo a mi padre enfundándose las zapatillas y la chaqueta para acercarse al teléfono público y encontrar algún médico en aquellas horas intempestivas. Eran tiempos sin servicios de urgencias cercanos en la comarca y casi se dependía de la buena voluntad de aquellos facultativos vocacionales que ofrecían su saber en las pequeñas aldeas. Con esa intención salió mi padre con la linterna de petaca para alumbrar las calles oscuras donde todavía no había luz pública. Mi madre se impacientaba. Papá no regresaba con noticias. Por mi parte y con el malestar propio de la fiebre solo alcanzaba a ver las cabecitas de mis abuelos asomándose de vez en cuando en silencio con cara de preocupación. No era para menos, en el álbum familiar había quedado para siempre el recuerdo y el dolor de la pérdida del primer hijo de mis padres. Era un tema que casi se contaba en el silencio de la pena, a pesar de todos los años que habían pasado. Un estúpido accidente, como ocurre tantas veces, se llevó al pequeño Manolín en un final de verano que quiso ampliar por su deseo de quedarse con los abuelos y ayudarles a recoger las catañas. Con cinco añitos se quedó allí para siempre a la vera de esa tierra que tanto le gustaba.

Por fin se escuchó la voz de mi padre. Además de no contactar con algún médico a aquellas horas y pegarse un tortazo en el camino de vuelta gracias a un resbalón en las arenillas de aquellos cantos de granito que sobresalían en las calzadas de las calles, venía con la solución más rápida a pesar de la distancia. Había hablado con Antonio, el taxista del pueblo que aquel año había empezado a realizar su servicio discrecional para quien lo necesitara. Antonio, nuestro taxista, comenzaría a ser parte imprescindible de nuestra vida en Medeiros. Una labor impagable en los desplazamientos urgentes o la comodidad de saltarse algunas esperas y llegar antes al pueblo. Antonio sería parte de nuestra juventud cuando comenzábamos a ir a verbenas en los pueblos colindantes o en nuestras salidas nocturnas a la capital de la comarca en pandilla. Sabías que estaría dispuesto a recogernos a cualquier hora. Él siempre estaba a punto para devolvernos a casa a cualquier hora de aquellas tardías noches. Bendito Antonio.

Gracias a él y su taxi, mi padre dio con la solución y apresurando a mi madre para que se arreglara, me envolvió con una manta para bajarme hasta el vehículo que con premura ya estaba preparado en la puerta de la casa. Había que ir al hospital de Ourense para ver que me pasaba. Me viene a la memoria la mirada de mis abuelos que quedaban en el primer escalón de mis queridas escaleras mirando como me bajaba papá. Mi abuelo sin su boina puesta era el reflejo de la preocupación y el miedo a la enfermedad de su nieta. Mi abuela con las manitas cruzadas y con el llanto contenido en aquellos ojos azules como el mar. No estaba yo para mucha poesía pero aquella fotografía se quedó impregnada de esa sensación de pérdida y temor con la que, a veces, te golpea la vida. Con esas miradas comenzó el viaje. Mi padre al lado de Antonio y yo en el regazo de mamá en los asientos traseros del taxi. Los viajes en la noche quedaban limitados a los destellos de las luces de los coches que circulaban contados a esas horas. Teníamos por delante más de una hora hasta llegar a Ourense. Mamá me repetía que intentara dormir. “Ya verás como baja la fiebre”. Yo pensaba qué relación habría tan estupenda entre dormir y bajar la temperatura. Pero mientras escuchaba a mi padre darle conversación a Antonio, la verdad que los ojos vencieron y volvieron a abrirse cuando mamá me despertó a la puerta de Urgencias del hospital. 

Tras algo más de media hora y con el diagnóstico de unas amigdalitis de caballo, expresión tan propia de mi padre, salía del hospital con una primera inyección soportada y la pésima noticia de tener que sufrir otros tres días los inyectables que tanto me aterrorizaban. El regreso se convirtió en un viaje mucho más relajado. Volvíamos a casa. La falta de teléfonos en casa o los imprescindibles móviles actuales dejaban en vilo a mis abuelos sin noticias hasta que llegáramos. Mi único quehacer a la vuelta fue dormir profundamente hasta llegar, nuevamente, a la puerta de la entrada de casa. Allí estaban otra vez mis abuelos. Mientras mi madre les daba el parte médico, mi padre me llevaba en brazos a mi cama. Era el momento de recibir los besos de mis queridos abuelos, con el semblante nuevamente tranquilo y con la sonrisa de quien ha visto esfumarse el susto y el miedo. Empezaba a amanecer. Desde la ventanita de mi habitación entraban los divergentes haces de luz que comenzaban a iluminar la habitación. Ya no era necesaria la luz de la bombilla. El día comenzaba a meterse en las estancias de la casa. Todo seguía bien. Todo permanecía en silencio. Mientras escuchaba a papá que había que buscar un practicante, el sueño me volvía a vencer. Me había bajado la fiebre… Igual ya no eran necesarias tantas inyecciones. Empezaba a pensar que aquel médico de urgencias me tenía manía.

lunes, 16 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: A RECOGER LAS PATATAS

 

Aquellos días en Medeiros eran un no parar de todas las actividades que día a día e incansablemente forman parte de la vida en la aldea. No recuerdo a mis abuelos jubilados porque, aunque pasaran los años, siempre tenían una leira plantada, unas gallinas en la cuadra o el imprescindible cerdito para cebar hasta diciembre. Con lo cual, el paso de la vida solamente era evidente porque el ganado iba menguando o las tierras se iban quedando sin trabajar paulatinamente.


Una de las actividades que compartíamos toda la chiquillería de aquel entonces era la cita con las patatas. Casi todos tenían un día fijado en el ámbito familiar para ese quehacer. Tanto mis padres como mis abuelos se levantaban muy pronto para esa jornada. Con esos primeros rayos del sol naciente comenzaba ese ruido tan familiar del carro de mi abuelo y las primeras órdenes de mi abuela para llevar todas las cestas para un buen trabajo de recolecta. Me encantaba ver a mi madre enfundarse una pañueleta en la cabeza. Me quedaba mirándola detenidamente. Podía imaginármela tan joven en la casa de sus padres antes de comenzar su vida con mi padre. Siempre la recuerdo tan feliz compartiendo trabajo y esfuerzo con sus padres que a pesar del posterior cansancio, su cara de satisfacción era suficiente para justificarlo todo.

A mi padre, a pesar de sacrificar su tiempo de descanso merecido de todo un año de trabajo, solamente le movía ese afán de colaborar en esa actividad familiar que sabía de respeto y añoranza. Hacía ya muchos años que había perdido a sus padres dejando siempre ese espacio vacío por no haber podido ayudar unos años más a sus progenitores.

Con todo aquel entrañable alboroto era imprescindible levantarse e intentar formar parte de aquel magnífico espectáculo mañanero. A pesar de los intentos de mi madre para que volviera a dormir a la cama, mi decisión de desayunar para ir con ellos era inamovible. “Bueno, pues quédate desayunando y cuando venga el abuelo con el primer carro, te vienes con él”. ¡¡Perfecto!! Subir al carro era el viaje más deseado en aquellos tiempos. Tras la salida de mi abuelo con todos los aparejos necesarios para sachar, escuchaba desde la cocina como se iban alejando las voces de mis mayores que acudirían andando hasta la extensa tierra que se encontraba preparada para recoger el trabajo de los meses anteriores y que suponía el sustento base de la mesa culinaria de cualquier casa. Esos benditos “cachelos”, esas patatas cocidas con una pizca de sal que sabían a gloria acompañando cualquier cosa. Tanto es así que recordar a mi abuela al mediodía sentada en el primer escalón de acceso a la cocina, pelando con una suavidad innata aquellas estupendas patatas para ir poniéndolas a remojo en una tina con agua, era lo más repetitivo de cada día del año.

Tras recoger de la mesa el tazón de la leche y guardar en la panera los restos de aquel centeno que siempre acompañaba mi primera comida del día, quedaba a la espera en el banco corrido de la entrada con subidas y bajadas de escalones para escuchar mejor si mi abuelo ya venía. Tiempo eterno de espera ante tanta energía contenida para ir al monte como los mayores.

La impaciencia me hacía dudar. “Se han olvidado de mí, seguro...” “Pues ya les cuesta traer los primeros sacos...”. De repente, aparecía la cadeliña de mis abuelos, como avisándome que el abuelo ya estaba de regreso. Y efectivamente, comenzaba a escucharse ese sonido característico del carro bien dirigido por mi abuelo, y con un deje inconfundible hacía frenar al bueno de su caballo que también le aguardaba una intensa mañana de trabajo.

Era el momento de ver en acción al padre de mi madre bajando las sacas de esas patatas recién recogidas para ir dejándolas en la bodega interior, al fresco de aquellas paredes de piedra que servían para conservar tantas cosas. Bajo las órdenes de mi abuelo era el momento de subir al carro. “Sujétate a las barras y siéntate en ese lado, Sariña”. Así comenzaba el breve trayecto por las sendas que nos llevarían al lugar donde encontrarnos a toda la familia en un afán de llenar cestas lo antes posible. En el camino veía a mi abuelo de pie, firme en la parte de delante para dirigir con exactitud el trabajo del rocín de la casa. Me encantaba ver el brillo de su pelo y esas crines oscuras que parecían más intensas bajo el sol que comenzaba a apretar. Tras varios botes en el carro pasando por encima de los cantos rodados del camino, llegaba el momento de demostrar que yo también sabía “apañar” patatas. Mi abuela me había dado una cesta pequeña de esas características de cesteiro que tanto me gustaban. “Mamá, me he traído este mandilón para que me lo ates a la cabeza como tú”. Quería hacer como mi madre, quería ser como mi madre… Así que con esa energía para estrenar, me puse detrás de mamá para ir recogiendo los tubérculos que quedaban más pequeños y que ella iba dejando para seguir la estela que los hombres marcaban con la sacha, dejando a la vista las estupendas patatas del pueblo. Entre viaje y viaje, era el momento de ir terminando. El sol seguía incrementando su intensidad y cercanos al mediodía era momento de ir recogiendo para preparar la comida. La abuela estrenaría las primeras patatas de la temporada para acompañar un delicioso pollo en salsa que, por supuesto, haría las delicias para todos los que participamos en aquella intensa mañana de trabajo. En el camino de vuelta, íbamos encontrándonos a otras familias que regresaban de sus leiras tras realizar la misma actividad. Ese cansancio que siempre estaba acompañado de risas y comentarios sobre como había ido este año la cosecha. No era ninguna fiesta, pero a mí casi me lo parecía. Bendita infancia…