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jueves, 19 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LOS PASEOS CON PAPÁ

 

Creo que una de las cosas que heredé de mi padre es esa actividad tan gratificante de salir a pasear un rato. Toda una catarsis con uno mismo, entre el silencio exterior y la necesidad de poner en orden tantos ruidos interiores que nos precipitan en el día a día. Me encantaba irme de la mano con mi padre a escudriñar los caminos de Medeiros. Y él estaba encantando de acallar sus silencios interiores para contarme mil y una experiencia de su infancia y juventud desde los lugares que le vieron crecer. La vida de mi padre fue infatigable. Su único objetivo era darle lo mejor a sus hijos desde la honradez y el trabajo diario. Una lucha que se centraba en su propio trabajo para obtener los recursos necesarios. Y esa era su fuerza cotidiana para resolver las vidas de todos. Como todos los padres, el mío trabajaba mucho. Pero en su defensa, nunca le escuché una queja de sus sacrificios. Al contrario, su regreso a casa siempre era motivo de una sonrisa y una apuesta por el día siguiente. 


Medeiros era su tiempo de reconciliación con su pasado. Compartir sus relatos era un placer que me ayudó siempre a ponerle cara y recuerdos a cada recuncho de esta querida tierra. Me imagino que por eso mi conocimiento de los lugares de Medeiros tienen pocos nombres propios pero sí el sitio de los pequeños legados de mis padres y mi familia. Hablar del Gorgolón era algo que sabía más a cuando papá me contaba que en el turno el turno de regar de su familia, se iba de madrugada para atender que no se quedaran sin agua de riego las estupendas cebollas de su madre, la abuela Dominga. A mi padre le encantaba hablar de su querida madre. Nunca la conocí. En verdad, no la pudimos conocer ninguno de mis hermanos ni de mis primos. Marchó demasiado pronto, dejando aún a su hija pequeña, Mercedes, a Luisa y a Antonio todavía jóvenes y a su hijo mayor, mi padre que ya esperaba su primer hijo. Recordaba mi padre como le gustaba ayudar a su madre en aquellos años en los que su padre, el abuelo Avelino, estaba fuera, muy lejos de su familia. Fueron tiempos de sacrificio donde el hijo mayor, mi padre, tomaba las riendas para empujar a la familia en ausencia de su progenitor. Me asombraba imaginarme esos tiempos. Con el sacrificio de no poder ver a tus hijos en tanto tiempo, de la entereza de tantas mujeres luchando en esa soledad diaria que hacía más largos cada uno de los días que sabían a demasiada distancia. Entre cada una de las pequeñas leyendas que papá me iba contando, los caminos por el monte se iban estrechando para recorrer las diferentes parcelas donde los vecinos ya estaban trabajando en las diferentes labores del campo. Paradas imprescindibles para esas pequeñas conversaciones de mi padre con sus vecinos y la posterior explicación sobre quienes eran. “Mira, este es aún primo nuestro por parte de mi madre. Cuántas correrías hemos vivido juntos cuando tu padre era pequeño. Y este otro que acaba de pasar también es aún primo nuestro por parte de mi padre. Un buen hombre y qué trabajador”. Saber de todas las relaciones familiares que podíamos encontrar en la aldea era interminable. A veces, me daba la sensación que todo el pueblo era familiar nuestro. Me imagino que por eso, deambular por cualquier calle de Medeiros era casi visitar a cualquier nexo con la familia. Toda una sensación de seguridad, desde luego.

A mi padre le encantaba llegar a la zona más cercana al río, donde el silencio se convertía en un fondo de agua que repiqueteaba entre las rocas de granito y donde tomaban altura los árboles de las orillas que servían de sombra entre abedules y robles. Mi padre conocía bien toda esa zona. Me contaba cómo iba rastreando, de pequeño, esta zona en busca de pequeñas ramas secas para hacer un pequeño “feixe” de leña y llevárselo a su madre, que haría el fuego que serviría para cocinar y calentar la estancia de su casa y así recibir algo mejor las noches frías de invierno. En aquellos trabajos me contaba mi padre que se aficionó a los cantos de los diversos pájaros que anidaban por allí. A papá le encantaban. Creo que por eso siempre le gustó silbar. Es curioso, casi en mi presente, no me acuerdo bien del tono de voz de mi padre, pero sin embargo, parece que todavía le escucho silbar con ese tono que siempre sabía a bienvenida.

Ya en la orilla del río me contaba cómo su amor a los pájaros le hizo trepar a un árbol donde se veía un pequeño nido. Él quería ver a los pequeños polluelos. Así que dejando su fardo de leña recién recogida, allá se empezó a trepar por el tronco para encontrar solución a su curiosidad. Lo que no estaba en su mente era que otro bichito que intentaba bajar del mismo árbol se encontraría con la manga holgada de su camisa y seguiría el camino por su brazo. El resbalón de mi padre fue morrocotudo. Tras expulsar al pequeño ratolín de su manga, se le quitaron las ganas de volver al intento. Como me reía con los relatos de mi padre, tanto como él contándolos. “Papá y el feixe de leña?, no te olvidarías de él”. “ Pues claro que no, me sirvió de compañía todo el camino para contarle a mi madre como llegaba con tantos rasguños”.

Era interesante saber que en todas las infancias encontrabas la aventura trepidante y las heridas de tantas otras. Ayudado de su bastón que se había hecho él mismo, reiniciamos el regreso a casa. “Tendremos que ir volviendo. Tu madre ya debe estar mirando por el balcón para ver si llegamos”. Se hacía corto el paseo, pero arranqué una promesa para el día siguiente. Iríamos por el puente das Moas. Me esperaba un nuevo ramillete de los años de juventud de mi padre.

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