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sábado, 14 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA PROCESIÓN DE SAN SALVADOR

 

Todos los 6 de agosto Medeiros tenía y tiene su cita religiosa con nuestro Santiño, San Salvador de Rozas. Una devoción que pasaba de generación en generación y al que se le hacían las súplicas en cualquiera de las circunstancias que salpicaban este caminar y desde cualquier lugar donde se encontrara algún oriundo de nuestra aldea. Así que esos 6 de agosto era fiesta de guardar y celebrar en todos los hogares de Medeiros. Reuniones en familia, fogones con el cabrito o la carne asada y las deliciosas empanadas que, ya la noche antes, protagonizaban una procesión general hasta el horno del pueblo para recogerlas. No hay nada como ese buquet en el ambiente que señalaba donde se estaban cociendo las empanadas de todo el mundo. Así que nuestra fiesta familiar comenzaba la noche antes cuando mamá llegaba con la empanada y ya subiendo la escalera pedía sitio para dejarla reposar. Era el momento de taparla con un paño de hilo fino y la prohibición explícita de no tocarle ni un tajito a los bordes crujientes del delicioso manjar. Allí quedaría resguardada hasta el día siguiente para los diversos festines que teníamos por delante.

La mañana del día de San Salvador se iniciaba con las bombas de caña que hacían retumbar los fallados de nuestra casa. Tras cada una de ellas, las arenillas que recogían las maderas del techo se precipitaban con suavidad encima de la cama. Era el momento de meter la cabeza debajo de la sábana y esperar a que se fuera acercando el sonido de la charanga que aquel año amenizaría los protocolos musicales de nuestra fiesta. Un pasacalles musical que ponía a todo el mundo de pie para empezar esa jornada tan especial para todos.

Nuestra cuadrilla ya tenía todo organizado. Nuestro punto de encuentro era la salida de la procesión, que como todos los años, recorría el camino de vuelta a la ermita de nuestro querido San Salvador. Diez días antes ya había sido recogido desde allí para llevarlo hasta la iglesia del pueblo donde se le hacía la novena correspondiente y donde se dejaban las ofrendas particulares de cualquiera de nosotros. Tanto que pedir y agradecer de todo aquello que pasaba durante un año.

En casa comenzaban los primeros preparativos para la reunión de la familia de mi madre. Las primeras que salían a la misa eran mamá y la abuela, las cocineras. Demasiado que hacer para organizar la comida donde nos reuniríamos con el hermano de mi madre y su familia. Por mi parte era el primer día de fiesta en Medeiros y por tanto, el riguroso vestido desbancaba los pantalones y las zapatillas por un día. Con la premura de mi padre para que acelerara mis arreglos tan cercanos a las primeras coqueterías, era el momento de llegar hasta la iglesia desde donde saldría la procesión. “Venga hija, que ya están tocando las campanas…”. Una de las pocas imágenes que tengo de mi abuelo Domingos en aquellos días de fiesta era subido donde los quicios del muro de la entrada al lugar santo, con su boina de domingo y su camisa blanca. Desde allí la visión y el saludo a todos eran perfectos. Con el repicar intenso de las campanas comenzaba el lento trayecto para acompañar a “noso Divino Salvador” en un carrito que dirigía excelentemente mi querido tío Antonio “el Revinva”, animando a todos los feligreses a “botar unha limosna” y agarrar en algún momento las andas de aquel original transporte. Bien adornado con flores y las primeras uvas que comenzaban a madurar, el paso de la procesión iba acumulando a los vecinos que iban incorporándose hasta la salida del pueblo. En aquellos años de mi niñez, el camino a recorrer se hacía en sendas de tierra con sus rebordes de granito, donde uno hacía filigranas para no tropezar o resbalar en algún momento. El que más y el que menos llevaba su moneda para echarla en el cesto de nuestro santiño y acompañarlo en un pequeño trayecto. La demanda de todos era intensa y el trayecto corto para tanto ofrecimiento. 


Cumplido el propósito con mi padre de acompañar un ratito a San Salvador, llegaba la unificación de toda nuestra cuadrilla para llegar hasta la sencilla y entrañable ermita donde se celebraría la misa de campaña, al aire libre y bajo el sofocante sol de agosto. En aquellas no habían muchas sombras donde aguantar aquel calor que a la una del mediodía se hacía demasiado intenso. Pero todo era bien recibido desde el cariño, la fe y, especialmente, el respeto a nuestros mayores. Terminada la misa salpicada con la música en directo de la charanga, era el momento de buscar a papá para una merecida invitación al regresar al pueblo. Una derrota de calor que aquel año se hacía más corta al encontrarnos el bar de Máximo abierto para poder consumir el primer refresco y apaciguar tanto bochorno estival. Después llegaría el corto vermut en cualquiera de los diversos bares que salpicaban nuestra aldea, la excusa suficiente para conversar con todos los que duplicábamos la población de Medeiros durante las vacaciones. Papá era el encargado de llamar para comer. Así que, tras acordar con la cuadrilla que el primer aviso del inicio de la fiesta popular en el Souto sería nuestra hora de reencuentro para pasar una intensa tarde de baile, regresaba con mi padre a casa. Antes de llegar a las escaleras ya se escuchaba el trasiego en el comedor, que junto a mi madre y mi abuela se encontraba ya mi tía Constanza en las faenas propias de los fogones. También estaba mi primo Jose Manuel con mi hermano Carlos en charlas desenfadadas propias de jovencitos. Y en la entrada, mi abuelo con mi tío Pepe que aguardaban entre comentarios el momento de reunirnos todos. La mesa para comer en estas ocasiones era la más grande de la casa, pudiendo encontrar así cada uno el espacio cómodo y suficiente donde repasar entre tertulia y tertulia las cosas de la vida, que por culpa de la distancia necesitaba de muchas conversaciones. Todo estaba preparado, la xerra de viño de mi abuelo presidiendo el tintinear de los vasos, los platos de fiesta de mi abuela y la bandeja repleta de aquel manjar que tanto nos gustaba recién salido del horno. La alegría de mis abuelos era evidente. Un año más podían reunir a sus hijos y sus familias. En aquellas, y ahora lo entiendo mucho mejor, era el regalo más importante que les podía dar la vida. Así que solamente quedaba darle las gracias a San Salvador y disfrutar de una comida más en su honor.



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