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jueves, 12 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: CAMINO HACIA EL BÚBAL


En los primeros días de agosto en la aldea, la incorporación de los miembros de nuestro grupo era constantes. De tal manera que la pandilla se iba haciendo más grande y con vinculaciones más allá de las familiares. Una reunión de vivencias desde cualquier punto del país aderezado por aquellos que venían desde el extranjero para reunir en pocos días una amplia visión de lo que eramos en aquel momento. Una generación que sabía del esfuerzo continuo de sus padres para alcanzar una vida mejor, especialmente para sus hijos, pero que tampoco quería renunciar a sus orígenes y su vínculo familiar. Era una emigración amable que justificaba cada día fuera de la aldea con esas vacaciones que servían de punto de unión para no olvidar jamás de donde venían.


Sabedores de que a partir del día 15 de agosto los días ya empezaban a menguar y hasta el tiempo comenzaría a ser más fresco, en aquellas primeras jornadas del mes era el momento de aprovechar las excursiones al río. Toda una estupenda aventura que sabía a lo más genuino de nuestras correrías por Medeiros. Contábamos con dos ubicaciones inmejorables. El camino más corto hasta la Pombeira, con sus regachos salpicados de pequeños penedos y donde practicar equilibrios imposibles con el agua o bajar un poco más hasta la Regueira, lugar que se convirtió en nuestra referencia vespertina durante todos nuestros años de juventud. En cualquiera de las dos ubicaciones, la alegría de pasar una tarde de chapoteo constante en aquellas aguas cristalinas del Búbal era garantía de diversión y jolgorio para todos. Tras los permisos correspondientes por parte de los padres y con la garantía de que alguno de nuestros mayores ya estaban allí para el lavado en el río de la ropa de cama, era nuestro momento de enfundarnos bañadores y toallas y comenzar el recorrido por caminos pedregosos hasta nuestro destino. Como en aquellas no había temor a nada, la salida era siempre en las primeras horas de la tarde donde el sol hacía acelerar nuestro paso entre sembrados de trigo y maíz, buscando las sombras de los bidueiros que señalaban la ubicación de nuestro querido río. Aquella caminata estimulaba nuestras ganas de refrescarnos de aquella acumulación de ese calor de agosto que tanto achicharraba a aquellas horas. Recuerdo las repetidas recomendaciones de mi madre para aquella hazaña estival. “Ponte la gorra, que no te de el sol en la cabeza. Ni se te ocurra llegar hasta el Penedo que es muy peligroso. No te metas en el agua hasta que no te refresques de la sudadera que te vas a llevar….”En fin, que no hacía falta apuntarlas porque eran repetidas tantas veces, que cualquiera no se acordaba de todas ellas. A pesar de que siempre eran recibidas con el cansancio propio de sentirse sabedores de todo, esos martilleantes avisos quedaron siempre en nuestra memoria personal para ser repetidas a nuestra prole casi con la misma cadencia con la que las recibimos nosotros. Cosas de la vida…

Al llegar allí ya se encontraban en faena algunas de las mujeres de nuestras familias que de forma incansable lavaban aquellas sábanas blancas en las pequeñas lagunas que formaba el cauce del río. Parecía que la propia naturaleza hacía sus juegos para erosionar diversas piedras de la orilla que servirían de perfectas tablas para estrujar cada una de aquellas prendas con esos jabones que se cortaban en pequeños trozos para cada una de las coladas que se harían durante el verano. Eran unos jabones naturales que no tenían las fragancias de aquellos que comenzaban a comercializarse pero que cuando la ropa quedaba preparada para su secado, parecía llevarse todo el aroma fresco de aquellas aguas que acunaban nuestra aldea. Cuando comenzaban a colgarse las prendas en los grandes arbustos que servían de tendederos naturales, cualquiera de nosotros permanecía con inspiraciones profundas que sabían a esa frescura imperecedera de la ropa limpia.

Media cuadrilla ya estaba en el agua. Para mi gusto, un poco fría, la verdad. Y viendo los primeros tiriteos de los más valientes, mi paso hacia el agua se hacía algo más lento de lo deseado. Gracias a mi prima Merche, que me esperaba en mi acercamiento inminente al agua, el protocolo de primero un pie, después el otro… la recomendación de mi padre para que me mojara la nuca… Y de repente...mi primo Toni: aguadilla por detrás y todo solucionado. Comenzaba el baño incesante en aquellas aguas duras de olor a metal y, que por cierto, te cicatrizaban cualquiera de las heridas que pudieras ir acumulando de tanto trastear por el monte. La tarde era nuestra y todo permanecía en ese entrañable paso de la vida que siempre intenta volver a pesar de los años.

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