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viernes, 13 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: EL CAMINO DE LAS ESTRELLAS

 

Llegar casi al ecuador de agosto era iniciar el camino nocturno hacia la zona más limpia de luz y observar un año más las lágrimas de San Lorenzo. Todo un espectáculo en esta zona que significaba arañar unas horas más a las noches de verano con una escusa que entendían todos los mayores. La llegada de las Perseidas, que iluminaban con esos brochazos de luz la bóveda estelar que nos acompañaba cada noche, era una oportunidad de acercarnos a esa inmensidad que, a pesar de los años, sigue más cercano a ese milagro desconocido de la vida que arroja pequeños hilos de incertidumbres sobre esta humanidad que tanto nos alerta pero a la que pertenecemos.

En aquel tiempo, todavía en letargo infantil, acudir al mejor observatorio astronómico de nuestra aldea nos inundaba del misterioso empezar en actividades más allá de los horarios de nuestra pandilla.


Tras la cena empezaba el momento de ir recogiendo a todos nuestros cómplices para tener tiempo de sobra en la organización del deseado evento nocturno. Mis primos se acercaban hasta la casa de mis abuelos y casi desde la escalera ya empezaba mi salida apresurada para seguir la comanda de todos nuestros amigos. Sin poder renunciar a una prenda de abrigo, bajo ultimátum de mi madre, nos dirigíamos hasta los lugares donde habitaban las familias de nuestra tropa. Era también el momento de reunirnos con nuestros aliados más mayores, como mi prima Sara, que hacía de estupendo guardián de aquel ramillete de chavalada en las primeras salidas en las noches de verano.

El que más y el que menos se había informado de cual sería la hora más propicia para la observación del fenómeno astronómico. Aquel año todo parecía ser proclive para que el plan saliera perfecto y sin ninguna limitación. Hacia la medianoche sería el momento donde se acumularía la mayor intensidad de esas deseadas lágrimas celestes.

Tras el recuento de todos nosotros y alguna que otra espera de última hora, mamá tenía razón en no renunciar a una buena chaqueta, nos dirigíamos a nuestro querido Outeiro. La zona más alta de la aldea, que en verano resplandecía de un color trigo adornado con pequeños montículos de roca granítica, conformando asientos de penedos donde sentarnos en las intensas correrías de todos los días. En la noche, la inmensa oscuridad marcaba el camino bajo el rayo plateado de la luna que, tras acostumbrar nuestra visión, aceleraba nuestra capacidad de pisar con cierta seguridad. No éramos los únicos que acudíamos allí. Pequeños grupos de mayores también se concentraban en la zona para observar un rato lo que cada año nos ofrecía el universo. Mientras elegíamos el lugar más interesante, ya comenzaban a vislumbrarse las primeras estelas en el cielo. Un inmenso espectáculo que se completaba con esa claridad salpicada de millares de estrellas que parecían darnos la bienvenida a esa observación superior donde la tierra se queda tan pequeña. Conseguida nuestra ubicación, comenzaba el recuento de cada una de las fantásticas impresiones de la magia del firmamento. Nuestras informaciones sobre los pronósticos para la mejor observación del fenómeno eran correctas. En un minuto determinado las fulminantes estelas rodeaban cualquier punto que alcanzaba la vista. Creo que era el momento donde permanecíamos más callados. Era impresionante ver aquel movimiento estelar que quedaría en nuestras pupilas para siempre. Con el paso de los años cualquiera de nosotros hemos recordado esas noches de las estrellas, coincidiendo en que fuimos unos privilegiados por estar en una aldea con la suficiente altitud para participar de ese baile nocturno que dejaba una de las noches más luminosas del verano.

Nos aficionamos a detectar las constelaciones que se hacían tan visibles en aquella bóveda, que parecía abrir su manto de oscuridad para ofrecer los pequeños secretos de ese mundo tan lejano a nuestros pies. “Mira el carro mayor… y mira en frente se ve la Osa menor… y esa estrella que brilla tanto… ¿será Venus?….” Una estupenda lección que cualquiera de nosotros recordaríamos durante el curso cuando en la escuela nos querían contar esa estructura del firmamento en los libros de texto.

La emoción de aquel camino de las estrellas nos había hecho recostarnos en las extensas peñas, dejando casi acariciar con las manos las ubicaciones de esas titilantes luces del cielo. Era el momento de recoger nuestras emociones para cumplir con el horario permitido y volver a casa. La salida había cumplido todas nuestras expectativas. “Yo he pedido un deseo. Y yo también. Pues a mi se me ha olvidado, jope...” Todas las posibilidades de nuestra camaradería infantil eran posibles. Tras comentarle nuestras sensaciones a mi tía Mercedes, que esperaba en las escaleras de su casa la llegada de todos, era el momento de la retirada. Todavía nos quedaba el pequeño trayecto hasta mi casa. Suficiente para organizar el día siguiente. Pero eso ya no sería hasta mañana...

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