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martes, 17 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: FIEBRE DE MADRUGADA

Con el paso de los años siempre quedó impregnado en mi horizonte los amaneceres en Medeiros. En aquellos años infantiles, presenciar esa ruptura de la noche con el día significaba el fin de la vacaciones y volver a iniciar el camino de regreso a nuestro destino vital. Posteriormente y gracias a las primeras libertades de horario en la juventud y al necesario regreso a casa tras una noche de fiesta, recibir el alba de la mañana se convertiría en el mejor espectáculo para recoger en silencio cientos de sensaciones, esas que prenderían las esperanzas de muchos sueños por los que impulsar más de dos pasos en este caminar que nos apresura a todos. 


Pero de aquellos días y sus amaneceres, me acuerdo de una ocasión que no significaba esa marcha imprescindible, sino un regreso tras el paso por el servicio de urgencias de Ourense. Mi abuela siempre decía que Medeiros no me sentaba bien. En algún momento del mes mi cita con el médico era ya una costumbre. Normalmente, unas amigdalitis o una infección vírica que me dejaba desaprovechados un par de días de mis aventuras en el pueblo. Como cualquier niño de mi edad y a pesar de las recomendaciones de los progenitores, los chapuzones a destiempo en el río o el exceso de golosinas se aferraban a darles la razón y dejarme en cama reflexionando sobre esa mala praxis por mi parte. “Mira que ya lo sabía yo, avisada estabas”. Era la coplilla de mi madre durante las primeras horas de fiebre. Aquel año hay que reconocer que la fiebre se puso demasiado potente y hacia el anochecer el termómetro de mi abuela estaba a punto de reventar. Recuerdo a mi padre enfundándose las zapatillas y la chaqueta para acercarse al teléfono público y encontrar algún médico en aquellas horas intempestivas. Eran tiempos sin servicios de urgencias cercanos en la comarca y casi se dependía de la buena voluntad de aquellos facultativos vocacionales que ofrecían su saber en las pequeñas aldeas. Con esa intención salió mi padre con la linterna de petaca para alumbrar las calles oscuras donde todavía no había luz pública. Mi madre se impacientaba. Papá no regresaba con noticias. Por mi parte y con el malestar propio de la fiebre solo alcanzaba a ver las cabecitas de mis abuelos asomándose de vez en cuando en silencio con cara de preocupación. No era para menos, en el álbum familiar había quedado para siempre el recuerdo y el dolor de la pérdida del primer hijo de mis padres. Era un tema que casi se contaba en el silencio de la pena, a pesar de todos los años que habían pasado. Un estúpido accidente, como ocurre tantas veces, se llevó al pequeño Manolín en un final de verano que quiso ampliar por su deseo de quedarse con los abuelos y ayudarles a recoger las catañas. Con cinco añitos se quedó allí para siempre a la vera de esa tierra que tanto le gustaba.

Por fin se escuchó la voz de mi padre. Además de no contactar con algún médico a aquellas horas y pegarse un tortazo en el camino de vuelta gracias a un resbalón en las arenillas de aquellos cantos de granito que sobresalían en las calzadas de las calles, venía con la solución más rápida a pesar de la distancia. Había hablado con Antonio, el taxista del pueblo que aquel año había empezado a realizar su servicio discrecional para quien lo necesitara. Antonio, nuestro taxista, comenzaría a ser parte imprescindible de nuestra vida en Medeiros. Una labor impagable en los desplazamientos urgentes o la comodidad de saltarse algunas esperas y llegar antes al pueblo. Antonio sería parte de nuestra juventud cuando comenzábamos a ir a verbenas en los pueblos colindantes o en nuestras salidas nocturnas a la capital de la comarca en pandilla. Sabías que estaría dispuesto a recogernos a cualquier hora. Él siempre estaba a punto para devolvernos a casa a cualquier hora de aquellas tardías noches. Bendito Antonio.

Gracias a él y su taxi, mi padre dio con la solución y apresurando a mi madre para que se arreglara, me envolvió con una manta para bajarme hasta el vehículo que con premura ya estaba preparado en la puerta de la casa. Había que ir al hospital de Ourense para ver que me pasaba. Me viene a la memoria la mirada de mis abuelos que quedaban en el primer escalón de mis queridas escaleras mirando como me bajaba papá. Mi abuelo sin su boina puesta era el reflejo de la preocupación y el miedo a la enfermedad de su nieta. Mi abuela con las manitas cruzadas y con el llanto contenido en aquellos ojos azules como el mar. No estaba yo para mucha poesía pero aquella fotografía se quedó impregnada de esa sensación de pérdida y temor con la que, a veces, te golpea la vida. Con esas miradas comenzó el viaje. Mi padre al lado de Antonio y yo en el regazo de mamá en los asientos traseros del taxi. Los viajes en la noche quedaban limitados a los destellos de las luces de los coches que circulaban contados a esas horas. Teníamos por delante más de una hora hasta llegar a Ourense. Mamá me repetía que intentara dormir. “Ya verás como baja la fiebre”. Yo pensaba qué relación habría tan estupenda entre dormir y bajar la temperatura. Pero mientras escuchaba a mi padre darle conversación a Antonio, la verdad que los ojos vencieron y volvieron a abrirse cuando mamá me despertó a la puerta de Urgencias del hospital. 

Tras algo más de media hora y con el diagnóstico de unas amigdalitis de caballo, expresión tan propia de mi padre, salía del hospital con una primera inyección soportada y la pésima noticia de tener que sufrir otros tres días los inyectables que tanto me aterrorizaban. El regreso se convirtió en un viaje mucho más relajado. Volvíamos a casa. La falta de teléfonos en casa o los imprescindibles móviles actuales dejaban en vilo a mis abuelos sin noticias hasta que llegáramos. Mi único quehacer a la vuelta fue dormir profundamente hasta llegar, nuevamente, a la puerta de la entrada de casa. Allí estaban otra vez mis abuelos. Mientras mi madre les daba el parte médico, mi padre me llevaba en brazos a mi cama. Era el momento de recibir los besos de mis queridos abuelos, con el semblante nuevamente tranquilo y con la sonrisa de quien ha visto esfumarse el susto y el miedo. Empezaba a amanecer. Desde la ventanita de mi habitación entraban los divergentes haces de luz que comenzaban a iluminar la habitación. Ya no era necesaria la luz de la bombilla. El día comenzaba a meterse en las estancias de la casa. Todo seguía bien. Todo permanecía en silencio. Mientras escuchaba a papá que había que buscar un practicante, el sueño me volvía a vencer. Me había bajado la fiebre… Igual ya no eran necesarias tantas inyecciones. Empezaba a pensar que aquel médico de urgencias me tenía manía.

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