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martes, 24 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LAS PRIMERAS LLUVIAS DE AGOSTO

 

Aquel día en Medeiros iba a ser totalmente diferente. Por la pequeña ventana de mi habitación se veía una niebla intensa que presagiaba el cambio de tiempo. Tras los días de intenso calor llegaban las primeras tormentas para recordarnos a todos que el tiempo estival empezaba a abandonar su evolución e iba dejando detrás de los toxos los primeros fríos de la temporada. Esas mañanas se notaban en casa. Ya no se sentía el trasiego propio de ir al monte. Tampoco se podría aprovechar para lavar la ropa, así que encender el fuego en la cocina y disfrutar de un relajado desayuno con todos alrededor de la mesa era el mejor modo de ir viendo como se desarrollaría el día. En la terraza ya se encontraba mi abuela observando las montañas lejanas que separaban la zona fronteriza portuguesa. Como siempre decía, “si las nubes vienen de allí, tenemos granizo seguro”. Nunca me he olvidado de aquel pronóstico meteorológico. Mas que nada porque siempre acertaba. Mi abuela se quedó tranquila. Parecía un día típico de lluvia tan propio de esta tierra por la que su color siempre desgrana las miles de tonalidades de la frescura verde.

Para mi pandilla esos días eran nefastos. No podíamos corretear a nuestro antojo y tendríamos que estar más horas de las deseadas en nuestras casas. Aquellos tiempos no contaban con los móviles y menos con las mensajerías rápidas donde estipular nuevos planes. Tan solo contábamos con la posibilidad, cuando dejara de llover, de acudir hasta las escaleras de la casa de mis primos e intentar aprovechar lo que la beneficiosa lluvia nos dejara.

Los días así eran propicios para cocinar los primeros caldos de la tierra con su berza y sus patatas. Sí, era un plato que resucitaba a cualquiera. Caliente y con esa densidad perfecta que sabía a los aromas de la cocina de mi abuela. También era el día en el que se abría el arcón donde se guardaban los últimos chorizos, tocino y jamón de la última matanza y que servirían para enriquecer el puchero del mediodía. Todo estaba tan bueno… que cualquier enfado por la jornada sin aventuras quedaba despistado con el menú del día. Mientras tanto, papá iría hasta el horno donde compraría las piezas de pan de centeno que a mí me parecían inmensas. Un pan que con el paso de los días y rebanada tras rebanada eran aprovechadas hasta las migas. Siempre estaba bueno. Qué diferente al que comprábamos en nuestro barrio de Valencia…

Mientras esperaba en la pequeña cancela de la entrada por si el cielo decidía abrir alguna esperanza de ver el sol, empecé a ver a mi abuela en una actividad culinaria que siempre me fascinaba: la preparación del caldeiro con la comida para los cerdos que estaban siendo criados aquel año. El agua bien caliente donde se le echaban dos latas de aquellas harinas que a mi me parecían tan especiales. Berzas y remolachas bien cortadas además de algunos restos de patatas o manzanas que se unían a aquel festín. Como tenía que meter la mano en todo, mi abuela me indicó que me preocupara de remover bien aquella mezcla y que cuando estuviera bajaría con ella hasta la pequeña porqueira donde se encontraban los dos cerdos. Eso sí, siempre detrás de ella, que cuando los animales sabían que les llevaban la comida se ponían nerviosos. Tenía toda la razón. Era abrir la puerta y casi ya metían el morro en el balde que les llevaba la comida. Tras una breve retahíla de palabras gruesas para reñir la actitud de los pobres cerdos, mi abuela depositaba todo el contenido en aquellas pías de piedra para el deleite los animales. Era el momento en el que me dejaba asomar la cabeza para verlos plácidamente comiendo con tal ansiedad que poco les importaba quién les estuviera mirando. “Venga, vamos a dejarlos tranquilos. Vamos a ver si las gallinas han puesto algún huevo”. Allí nos dirigimos. ¡¡Sorpresa!! Delante de nuestros ojos y bien resguardados encontramos cuatro huevos. Qué contenta se ponía mi abuela. Una excelente puesta que se repetía casi todos los días. Y cómo hablaba con ellas. Bonitas, riquiñas… Otra retahíla de palabras de aliento para aquellas aves que acompañaban las entradas y salidas de nuestra casa.

Mamá, que estaba en la cocina, recibió con alegría el resultado de aquella recolecta de huevos. Para la noche ya teníamos el menú. Una magnífica tortilla de patatas con cebolla. Todo con productos de nuestra casa. Qué más se podía pedir. Así quedaba la cancela otra vez cerrada. La lluvia seguía regando las calles dejando los primeros riachuelos entre las tierras graníticas y aquel olor tan característico. En el banco de la entrada de casa estaba sentado mi abuelo. Había que reconocer que aquellos días también sentía cierto aburrimiento. Ni ir al monte, ni pasear con su caballo hasta algún lameiro para que se diera su festín de hierba fresca… Mi abuelo me comprendía. Así que allí me senté con él. A nuestros pies la pequeña perrita Linda. Otra que sabía que la jornada sería muy tranquila. En las manos tenía mi abuelo el libro que me había comprado en la feria. “Menudo libro, Sariña. Tiene un montón de páginas. Te costará terminar tanta lectura”. Estupendo motivo que me daba mi abuelo para contarle todos los cuentos que recogía aquel estupendo ejemplar y enseñarle todos los dibujos que traía. Gracias a aquel momento, el abuelo Domingos me contó otros cuentos de cuando él era pequeño. En verdad, se parecían a otros que también formaban parte de los que contaban mis padres. La mañana, a pesar de todo, estaría llena de muchos recuerdos que, al final, siempre sirven para volver a contar.

2 comentarios:

  1. Tú historia en un diario espléndido. Recuerdos de familia. Una infancia feliz

    Un beso Sariña.

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    1. Una forma de recordar para volver a vivirlos. Gracias querida Gladys💙

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