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lunes, 16 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: A RECOGER LAS PATATAS

 

Aquellos días en Medeiros eran un no parar de todas las actividades que día a día e incansablemente forman parte de la vida en la aldea. No recuerdo a mis abuelos jubilados porque, aunque pasaran los años, siempre tenían una leira plantada, unas gallinas en la cuadra o el imprescindible cerdito para cebar hasta diciembre. Con lo cual, el paso de la vida solamente era evidente porque el ganado iba menguando o las tierras se iban quedando sin trabajar paulatinamente.


Una de las actividades que compartíamos toda la chiquillería de aquel entonces era la cita con las patatas. Casi todos tenían un día fijado en el ámbito familiar para ese quehacer. Tanto mis padres como mis abuelos se levantaban muy pronto para esa jornada. Con esos primeros rayos del sol naciente comenzaba ese ruido tan familiar del carro de mi abuelo y las primeras órdenes de mi abuela para llevar todas las cestas para un buen trabajo de recolecta. Me encantaba ver a mi madre enfundarse una pañueleta en la cabeza. Me quedaba mirándola detenidamente. Podía imaginármela tan joven en la casa de sus padres antes de comenzar su vida con mi padre. Siempre la recuerdo tan feliz compartiendo trabajo y esfuerzo con sus padres que a pesar del posterior cansancio, su cara de satisfacción era suficiente para justificarlo todo.

A mi padre, a pesar de sacrificar su tiempo de descanso merecido de todo un año de trabajo, solamente le movía ese afán de colaborar en esa actividad familiar que sabía de respeto y añoranza. Hacía ya muchos años que había perdido a sus padres dejando siempre ese espacio vacío por no haber podido ayudar unos años más a sus progenitores.

Con todo aquel entrañable alboroto era imprescindible levantarse e intentar formar parte de aquel magnífico espectáculo mañanero. A pesar de los intentos de mi madre para que volviera a dormir a la cama, mi decisión de desayunar para ir con ellos era inamovible. “Bueno, pues quédate desayunando y cuando venga el abuelo con el primer carro, te vienes con él”. ¡¡Perfecto!! Subir al carro era el viaje más deseado en aquellos tiempos. Tras la salida de mi abuelo con todos los aparejos necesarios para sachar, escuchaba desde la cocina como se iban alejando las voces de mis mayores que acudirían andando hasta la extensa tierra que se encontraba preparada para recoger el trabajo de los meses anteriores y que suponía el sustento base de la mesa culinaria de cualquier casa. Esos benditos “cachelos”, esas patatas cocidas con una pizca de sal que sabían a gloria acompañando cualquier cosa. Tanto es así que recordar a mi abuela al mediodía sentada en el primer escalón de acceso a la cocina, pelando con una suavidad innata aquellas estupendas patatas para ir poniéndolas a remojo en una tina con agua, era lo más repetitivo de cada día del año.

Tras recoger de la mesa el tazón de la leche y guardar en la panera los restos de aquel centeno que siempre acompañaba mi primera comida del día, quedaba a la espera en el banco corrido de la entrada con subidas y bajadas de escalones para escuchar mejor si mi abuelo ya venía. Tiempo eterno de espera ante tanta energía contenida para ir al monte como los mayores.

La impaciencia me hacía dudar. “Se han olvidado de mí, seguro...” “Pues ya les cuesta traer los primeros sacos...”. De repente, aparecía la cadeliña de mis abuelos, como avisándome que el abuelo ya estaba de regreso. Y efectivamente, comenzaba a escucharse ese sonido característico del carro bien dirigido por mi abuelo, y con un deje inconfundible hacía frenar al bueno de su caballo que también le aguardaba una intensa mañana de trabajo.

Era el momento de ver en acción al padre de mi madre bajando las sacas de esas patatas recién recogidas para ir dejándolas en la bodega interior, al fresco de aquellas paredes de piedra que servían para conservar tantas cosas. Bajo las órdenes de mi abuelo era el momento de subir al carro. “Sujétate a las barras y siéntate en ese lado, Sariña”. Así comenzaba el breve trayecto por las sendas que nos llevarían al lugar donde encontrarnos a toda la familia en un afán de llenar cestas lo antes posible. En el camino veía a mi abuelo de pie, firme en la parte de delante para dirigir con exactitud el trabajo del rocín de la casa. Me encantaba ver el brillo de su pelo y esas crines oscuras que parecían más intensas bajo el sol que comenzaba a apretar. Tras varios botes en el carro pasando por encima de los cantos rodados del camino, llegaba el momento de demostrar que yo también sabía “apañar” patatas. Mi abuela me había dado una cesta pequeña de esas características de cesteiro que tanto me gustaban. “Mamá, me he traído este mandilón para que me lo ates a la cabeza como tú”. Quería hacer como mi madre, quería ser como mi madre… Así que con esa energía para estrenar, me puse detrás de mamá para ir recogiendo los tubérculos que quedaban más pequeños y que ella iba dejando para seguir la estela que los hombres marcaban con la sacha, dejando a la vista las estupendas patatas del pueblo. Entre viaje y viaje, era el momento de ir terminando. El sol seguía incrementando su intensidad y cercanos al mediodía era momento de ir recogiendo para preparar la comida. La abuela estrenaría las primeras patatas de la temporada para acompañar un delicioso pollo en salsa que, por supuesto, haría las delicias para todos los que participamos en aquella intensa mañana de trabajo. En el camino de vuelta, íbamos encontrándonos a otras familias que regresaban de sus leiras tras realizar la misma actividad. Ese cansancio que siempre estaba acompañado de risas y comentarios sobre como había ido este año la cosecha. No era ninguna fiesta, pero a mí casi me lo parecía. Bendita infancia…

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