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domingo, 22 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA VISITA A VERÍN

 

En los últimos días de vacaciones se mezclaban las diferentes salidas a las villas cercanas coincidiendo con los tradicionales días de feira. Esas tres jornadas al mes que antiguamente servían para comprar desde aparejos para el trabajo en las tierras y brotes de semillas para seguir dándole productividad a las huertas familiares con los generosos productos básicos de la cocina, hasta la compra y venta de ganado. Mi abuelo siempre contaba historias estupendas de aquellos años donde se iba muy pronto hasta la capital del valle para hacer un buen negocio ganadero o empezar a tratar la futura cosecha del vino tras la ya cercana vendimia. Eran las conversaciones después de la cena cuando mi abuelo Domingos se convertía en el trotamundos de las mejores anécdotas de su juventud. Pero en aquella ocasión mi abuela Estrella acortó su continuado monólogo. Había que madrugar para bajar hasta Verín. Aún así nos dió unas estupendas pinceladas de lo que nos encontraríamos, como todos los años, en el último día de feria en agosto.



Durante el mes, mi abuelo había sido el encargado de los recados propios de aquellos días previos para las fiestas y las comidas compartidas que aprovechaban de cualquier domingo para las reuniones tan deseadas de la familia. Era el tiempo de comprar buena ternera o el cabrito para el asado del día grande.

Pero acercándose ya la fecha del regreso a nuestra casa siempre teníamos una cita para acercarnos hasta Verín y hacer esas pequeñas compras que casi servían de despedida de un verano más. También era mi oportunidad de gastar algunas de las gratificaciones recibidas por aquellos festivos y las 100 pesetas de mi abuelo para comprarme unos bonitos ganchos para el pelo. A mi abuelo le encantaban aquellos utensilios para decorar el pelo. Cuando llegaba mi cumpleaños en el mes de abril, siempre recibía una carta a nombre de mis abuelos en cuyo interior me encontraba dobladito un billete junto a una hoja típica de correspondencia con sus líneas azules donde podía encontrar las letras de felicitaciones de mis queridos abuelos y su firma: Domingos y Estrella. En ellas ya me explicaba que me mandaba ese papel moneda para esos ganchos que cuando llegaba el verano siguiente le enseñaba con orgullo. “Mira abuelo, te gustan estos ganchos? Los compré con el dinero que me mandaste”. La sorpresa de mi abuelo y la exclamación de asentimiento eran suficientes para seguir esta costumbre de coquetería.

Así que aquel sería el día para corretear por la feria con su diversidad de puestos donde ya en aquel tiempo la oferta se ampliaba con ropa, zapatos, lencería, manteles….En fin, que podías comprar casi cualquier cosa. Mis padres vivían esa jornada con la intensidad y el nerviosismo de comprar todos los recados que tenían en mente. Por mi parte, además de seguir a pies juntillas las indicaciones de mi padre, tenía que esperar mi oportunidad para llegar a la pequeña librería de la plaza donde comprar algún libro especial de los que me gustaba atesorar. Todo llevaba su ritmo, desde lo imprescindible para mis abuelos hasta mis compras que, aunque no me hiciera mucha gracia, formaban parte de lo secundario de aquel ir y venir por las calles de Verín. Además no podíamos irnos sin ir a tomar la tapa de “pulpo a feira”.Una obligación incontestable en un día como ese. Así que la siguiente cita era en la casa del pulpo de la señora Teresa. Por allí pasaba toda mi familia y desde la que siempre mandaban recuerdos para mi abuelo. Aunque mis compras quedaban para el final, tampoco renunciaba a ese manjar que tanto me gustaba. Mi madre sabía que lo que más me gustaba eran esos rabitos encaracolados que con un palillo pescaba del plato de madera con prontitud. Así que me los iba apartando hacia mi lado para facilitar mi insaciable y deseosa degustación. Menuda cara de satisfacción cuando terminábamos de comer. Con la indicación de mi padre de no tomar agua con el pulpo, terminaba el refresco mientras mis padres apuraban su taza de vino.

Era el momento de acudir a mi visita a la librería de mis amores. Mamá esperaba fuera con un montón de bolsas con las pequeñas compras realizadas y papá me apuraba en el interior para que eligiera rápido. Tras varios minutos mis ojos se fijaron en el que sería mi elección definitiva: Mil y un cuentos de María. Pintaba excelente. Así que haciendo labores de mayores, saqué el billete de mi abuelo para pagar al señor Pedro que con delicadeza me daba las vueltas y , por supuesto, me hacía saber sobre el acierto de mi elección. Con mi libro bajo el brazo, empecé a contar las monedas que me quedaban en el monedero. Me sobraba para comprar en el puesto de al lado unos preciosos ganchos para recoger el pelo. “Mamá, espera. Vamos un momento hasta ahí delante”. Con cierto enfado mi madre me indicó que teníamos prisa para ir al autobús que nos subiría a Medeiros. “Mamá, si es un momento. Quiero comprarme unos ganchos para enseñárselos al abuelo”. Mamá tuvo que reconocer que el motivo de la espera valía la pena.

Ya en el autobús, sentada en mi asiento le enseñaba a mi madre la estupenda compra. Al llegar a las escaleras de casa ya veía a mi abuelo. No hacía falta ni subir los escalones. “Mira abuelo, mira que chulita voy con mis nuevos ganchos”. El abuelo Domingos daba su asentimiento ladeando su boina y avisando a la abuela: “Estrella, aquí llega una señorita que pregunta por nosotros¡¡”

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