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lunes, 2 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: UN DÍA EN EL PANTANO


Durante nuestro periplo incesante en esa actividad veraniega, no podía faltar la visita a un pantano de la zona. A falta de playa próxima, el lugar idóneo para dominguear en ese tiempo estival era una buena laguna de agua dulce donde experimentar con su ecosistema propio y tan diferente.

Para ello nos sumábamos unos pocos, ya que dependíamos de la predisposición de nuestros respectivos padres para acudir hasta el lugar de los juegos del día. Mi madre y yo contábamos con la colaboración de la familia de mi mejor amiga de aquellos veranos. Con ellos acudíamos en el coche hasta uno de los pantanos más estupendos que conocíamos de aquella parte de nuestra tierra. A falta de mi padre, que seguía esperando sus vacaciones en la ciudad y sabiendo que mi hermano tenía sus planes con su propia pandilla, nos apuntamos a un día más de hamacas a la orilla dulce de la montaña.


La cita era casi obligatoria porque al siguiente fin de semana llegaba el momento de regresar a nuestra casa en Valencia, se acercaba el día para volver a viajar mucho más lejos y reencontrarse con los veranos en familia. Todo un año esperando para rellenar el hueco de primos, tíos y abuelos allá en Galicia, la tierra de mis padres, la mejor herencia que siempre he tenido de ellos. Poco sabía en aquellas lo que significaría para mi vida todos esos veranos en mi hermosa aldea, pequeña y amable, divertida e intensa. Pero todo ello formará parte de otra historia.

Teníamos que aprovechar el domingo. Había que madrugar para llegar con tiempo hasta el lugar. Tras una hora de camino llegábamos a una inmensa pinada, que solamente observando ya se notaba ese fresco que aligera cualquier verano. Tras dejar el coche a una buena sombra, lo importante era acercarse hasta la orilla del agua cristalina y saborearla desde los pies hasta la cabeza. Con las indicaciones propias de nuestros progenitores, era el momento de iniciar nuestro periplo por las rocas, que poco a poco te empujaban hasta la quietud de la laguna donde iniciar los chapuzones de rigor. Para aquella hazaña era prenda indispensable unas zapatillas de goma, típicas de aquel tiempo, para no dejarte un corte entre los dedos gracias a las rocas afiladas que se escondían entre las aguas del pantano. También eran imprescindibles las gafas de buceo para descubrir los tesoros que se escondían entre las peñas redondeadas ocultas bajo la cristalina linfa de las montañas. Nuestra expedición acuática era incesante. Tras el trabajo de entrar en aquellas aguas bastante frías, había que aprovechar que el cuerpo ya estaba aclimatado para devorarle tiempo de baño al tiempo. Mientras tanto, los mayores comenzaban el ritual para hacer una paella que sería degustada por todos en el momento preciso. Sin horario ni limitación de tiempo, la mañana pasaba entre descubrir pececillos que sobrenadaban a nuestro lado y jugar con toda la chiquillería que se juntaba en la zona.

Sabíamos que llegaba el momento de comer porque comenzaba a llegar un aroma tan característico de la paella recién hecha, que nuestro ímpetu se veía sometido a esa sensación de hambre que, aún manifestándose desde hace ya tiempo, era silenciada por nuestras ganas incesantes de jolgorio.

Todo estaba preparado. La mesa y las hamacas bien dispuestas a la sombra de los pinos. Los complementos de ensalada, pimientos fritos y algún que otro picoteo de esos que tanto nos gustaban. Y la neverita de hielos bien completa de bebida fresca para acompañar las raciones de arroz, listas en aquellos platos de plástico propios de esas ocasiones y que formaban el menaje habitual de cualquier excursión familiar junto a las vasos multicolores, que ya cada uno sabía cual era el suyo para toda la jornada.

Todavía nos quedaba toda una tarde de verano para disfrutar de nuestro querido pantano. Pasaríamos por la merienda entre chapuzón y chapuzón. Corretearíamos en expedición por la orilla para intentar descubrir, una vez más, los confines de lago, y hasta conseguiríamos un tiempo de relax para seguir haciendo esas tertulias tan vitales de aquella infancia.

Cuando empezaba a caer la tarde era el momento de regresar. Todo estaba guardado y recogido. En una bolsa todos los desechos de nuestro paso por el pantano. Era muy importante dejar todo como nos lo había ofrecido la naturaleza. Para eso ya se encontraban carteles de aquellos guardianes del ICONA para la conservación de nuestra tierra. Y así comenzaba el regreso. Con un poco de suerte todavía nos quedaría un rato en la calle para contarle a toda la pandilla nuestras peripecias en el lago de la comarca.

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