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miércoles, 25 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: CARTAS PARA LA CASA DEL CARTEIRO

 

Mi abuelo Domingos ejerció de “carteiro de Medeiros” durante muchos años, hasta su jubilación. De ahí la existencia en una de las puertas de la casa, de una abertura horizontal que dejaba su entrada a una cajita de madera donde se depositaban las cartas que los vecinos querían mandar mediante esa comunicación única y tan necesaria con sus seres queridos. Recuerdo vagamente esos últimos años de cartero de mi abuelo. Era demasiado pequeña para hilar más allá de algunas imágenes, como el bolsón que llevaba mi abuelo cuando se iba a repartir el correo a los pueblos de la montaña o el sonido de alguna carta al deslizarse en el cajoncillo de la puerta. En aquel tiempo quien ocupaba ese trabajo era mi tío Pepe, el hermano pequeño de mi madre. En aquellas era todo mucho más cómodo. El reparto y la recogida del correo en la oficina del valle se hacía mucho más rápido gracias a la utilización de aquellos primeros coches que comenzaban a danzar entre las carreteras de zahorra que unían la comarca de Monterrei. 

Era habitual encontrarme a mi tío por las calles de Medeiros realizando su reparto al vecindario. Llevaba varios días preguntándole si no había ninguna carta para mí que, junto a la negativa de mi tío, me dejaba preocupada sobre la dirección que había aportado a mis amigas del colegio para cartearnos durante el verano. Hacía ya dos semanas que había mandado unas estupendas postales de Verín donde les contaba lo bien que me lo estaba pasando y les animaba a ver el castillo que teníamos tan bonito en el valle y que desde la casa de mis abuelos podíamos verlo en su plenitud. Había sido una pequeña promesa entre las compañeras de clase para intentar saber de nosotras durante el verano. La falta de las nuevas tecnologías que tenemos hoy nos dejaba ese silencio estival que siempre terminaba en la añoranza de saber de tus colegas de estudio y juegos.

Cuando casi estaba perdiendo la esperanza de recibir alguna noticia, apareció al mediodía mi tío Pepe: En principio era normal que viniera a ver a mis abuelos y saludar a mis padres para pasar ese rato antes de la comida con las conversaciones propias sobre como había ido la cosecha de las patatas o cuánto le faltaba a las uvas para la próxima vendimia. Pero aquel día, mientras subía las escaleras, mi tío traía una sonrisilla especial. “ Aquí tengo unas cartas para una señorita”. Por fin, las deseadas letras de mis amigas empezaban a llegar. Nada menos que dos cartas y una postal de mis gemelas Alicia y Virginia. Las cartas con la dirección perfectamente puesta eran de mi querida Celia y mi imprescindible Lola. Menuda alegría. Papá, sabedor de mis dudas, empezó a reírse de la cara de emoción con la que me quedé mirando la estupenda entrega de nuestro cartero. Mi abuelo, tan dicharachero con todo, empezó a especular sobre los remitentes, insinuando la posibilidad de algún primer amorcillo que pudiera andar por ahí.¡¡No abuelo, que son mis amigas del cole!!”. Mientras los mayores quedaban con los chascarrillos propios del momento, fui corriendo a la cocina a decirle a mamá y a la abuela mis buenas nuevas. Y allí me quedé sentada en el banco corrido para ir leyendo con intensidad todo lo que me contaban. Ellas también estaban pasando un estupendo verano. Algún viaje especial, encuentros con la familia, quince días en la playa… En fin, todo un abanico de actividades de las que formarían parte de nuestras conversaciones justo cuando comenzara el curso. En todas coincidía el deseo de que coincidiéramos todas en la misma clase para seguir conformando ese grupo que permanecería intacto hasta nuestra juventud. “Qué te cuentan, cómo están”. Era siempre el interés de mi madre. “Que ya están deseando que nos veamos, mamá”. Con esa respuesta intervenía mi querida abuela. “Ya tienes ganas de volver a Valencia, verdad?” Era el único pinchazo en el corazón de niña que sentía en esos veranos en Medeiros. Volver significaba reencontrarme con mi vida cotidiana, desde luego, pero era también alejarme de mis abuelos y su vida. Era tener que volver a imaginar a mi familia en el día a día con demasiados kilómetros de distancia que solamente quedaban acortadas por aquellas cartas de ida y vuelta entre mis padres y mis abuelos. Un poco sí abuela, pero también me gustaría estar más cerca de aquí...”. Poco más se podía decir. El silencio de mi madre era suficiente para saber que la pobre ya estaba llorando. Todos los años era igual. Tanta alegría al venir para ir perdiéndola en los días venideros que terminarían con el viaje de regreso. Así que me levanté y fui a guardar las estupendas noticias de mis amigas. Justo al salir de la cocina vi a mi abuela sentada en la esquina de su cama. Se estaba anudando su pañuelo en la cabeza y sus preciosos ojos azules brillaban de esa forma especial que te deja la pena. Y allí fui yo, a regalarle un beso desnudo de palabras. No hacía falta nada más. No se podía hacer nada más...

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