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sábado, 28 de agosto de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA DESPEDIDA


La noche antes del viaje de regreso era siempre excesivamente silenciosa y extrañamente corta. La cena tenía más mutismos que de costumbre. En un intento de aliviar la escena por parte de mi padre, siempre salía a la luz el deseo de que mis abuelos se animaran a viajar a Valencia. Una temporada en nuestra casa era el anhelo persistente de mi madre. Pero siempre había demasiados problemas. Que si las gallinas, que si las berzas, que si la matanza… A lo que continuaba la conclusión de todos los años: lo que tienen que hacer es vender todo y empezar a descansar que ya han trabajado demasiado”. Era un buen tema para escapar de la tristeza que se apoderaba en aquellas últimas horas en Medeiros. Nunca vinieron a Valencia. En verdad, mis abuelos, hasta que la enfermedad propia de una vejez necesaria se lo impidió, siempre se mantuvieron en esa actividad tan propia del rural. La huerta, alguna viña para seguir cosechando su vino y las queridas gallinas de mi abuela. Me acuerdo que el último año que las recuerdo, a mi abuela le quedaba solamente ya una pita. Creo que casi la tenía de mascota. Tan proporcionalmente mayor como ella. Tanto es así que ver desaparecer a la última gallina en la casa de mis abuelos fue el inicio de comprobar como languidecía, año tras año, la vida de mis abuelos. 

Aquella noche mi abuelo se quedaba en silencio apurando la cena. Y cuando todo estaba recogido era el primero que apuntaba a la necesidad de ir pronto a la cama. En las primeras horas de la madrugada estaríamos todos en marcha para acudir al autobús que pasaría por Medeiros hacia las siete de la mañana y que nos llevaría, nuevamente, a la estación de tren en Ourense. Pero claro, por si se adelantaba, nosotros estaríamos ya en la Corredoira hacia las seis y media como buenos viajeros precavidos.

Hasta mañana, abuelo”. Así me despedía de aquella última noche. Era imposible decir nada más. Mi abuela ya andaba refugiándose en reordenar nuevamente la cocina para evitar el contacto directo con sus ojos. Y mamá reandaba una y otra vez, en un silencio excesivo, los últimos preparativos del viaje. La respuesta de mi abuelo se quedaba en un suspiro para levantarse de la silla y acariciar mi cabeza como deseo de un buen descanso. Así llegaba a mis sueños, que quedarían interrumpidos muy pronto por mi padre. Sin darme cuenta ya lo tenía a mi lado susurrando aquello de que había que levantarse. Era todavía de noche. Con todas las luces encendidas comenzaba el trasiego para desayunar con premura. Papá recogiendo la ropa de noche para meterla en la última esquina libre de alguna maleta. Mamá doblando las sábanas que quedarían para lavar y colocando las colchas que permanecerían intactas hasta el año que viene. Parecía que poco a poco las habitaciones iban cerrándose en la penumbra que permanecería meses y meses hasta la llegada del próximo verano.

Era el momento de marchar. La cancela de la escalera se mantenía abierta como salvoconducto para iniciar el necesario camino del vuelta a nuestra vida. Allí se quedaba mi abuela intentando mantener el tipo aunque no hubiera manera de entender sus palabras de despedida ante ese llanto contenido que desbordaba en el último minuto. El abuelo ya acompañaba a mi padre con los diversos bultos que siempre se multiplicaban en el regreso. Mamá me llevaba de la mano disimulando la llorera en aquella oscuridad de la madrugada que nos despedía un año más.

Así llegábamos hasta el punto donde esperaríamos al viejo Villalón. Allí solamente había comenzado su actividad el bar de Gandulo, abierto para servir los primeros cafés de los viajeros que emprendían viaje a la capital ourensana. Mi abuelo permanecía fuerte y sonriente ante la espera. Con algún chascarrillo de los suyos aún nos hacía reír en esos momentos. Papá intentaba disimular contando una y otra vez el equipaje y señalando las primeras órdenes para cuando llegáramos a Ourense. “Sarita, tú te ocupas de cuidar esta maleta mientras mamá y yo recogemos el resto”. Perfecto. En la espera vimos como se abría el portalón de la casa del hermano de mi madre. Por allí aparecían mis tíos para despedirse ante la llegada inminente del autobús. Los faros que empezaban a iluminar la entrada a Medeiros era la señal de que ya había llegado. Con el breve frenazo empezaba el ir y venir al maletero del autobús. Y el momento más duro de tener que despedirse de mi abuelo. Sin palabras, en medio del silencio que provocan las lágrimas y que ahogan cualquiera de las preparadas palabras que querías decir. Todo tenía que ser rápido para acabar con esa necesidad de permanecer aunque sea un día más. Mi padre sabía de la inmensa pena de mi madre. Así que en el silencio triste de cualquier despedida, nos quedábamos mirando por el grueso cristal de la ventana a la que se acercaba mi abuelo. Con su boina en la mano nos dejaba sus ojos brillantes y el ansiado deseo del próximo regreso. Con el cierre de la puerta de entrada, el autobús comenzó su andadura. Mi abuelo se iba haciendo cada vez más pequeñito. Casi sólo veía su mano moviendo su estimada boina como en un intento de permanecer en el horizonte de nuestra mirada atrás. “Mamá, no llores más”. Era lo único que le podía decir en aquellos momentos. Seguía el silencio. De repente, me di cuenta que empezaba a salir el sol. Un amanecer que parecía dar la bienvenida a otra nueva etapa, dejando poco a poco más alejado mi querido Medeiros. En mi capazo de mano, imprescindible para los viajes, papá había encontrado el lugar propicio para meter la bolsita con las hierbas que había recolectado mi abuela. Tanto era así que empecé a notar el aroma de la manzanilla y el tomillo. “Mira mamá, huele como la casa de los abuelos”. Todo un preludio para saber que nunca rompería ese vínculo con la tierra de mis padres. Llegaba el momento de recibir los primeros rayos de sol. Era el momento de poder empezar a quitarse la chaqueta que nos había cobijado de los ya fríos amaneceres de la montaña. Allí se quedaban los aromas y los recuerdos de un verano más, que quedaría para siempre en el recuerdo de los nuestros, de la familia, que a pesar de la distancia supo permanecer hilando sentimientos año tras año y que a día de hoy siguen siendo eternos.

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