Con el paso de la fiesta del 15 de agosto, Medeiros volvía a vivir
el éxodo goteante de todos los veranos. Regresaban nuevamente las
tristes despedidas de quienes por unos días habían completado
aquellas casas de tiempo que encontrabas en cada paso que dabas por
la aldea. Así que para los que todavía nos quedaban unos cuantos
días más, era el momento de exprimir cada una de las actividades
que quedaban pendientes para compartir con los nuestros.
Aquel
año y gracias a esas sincronizaciones que, a veces, te regala la
vida cotidiana, la familia directa de mi padre protagonizó un comida
popular en el río. Las hermanas de mi padre, Luisa y Mercedes, junto
con parte de su prole, nos encaminamos hasta nuestra Regueira donde
pasar un estupendo día. El menú era lo de menos, porque la opción
de unas estupendas sardinas y la irrenunciable pota de cachelos
garantizaba el éxito al paladar.
Mamá
preparó algunas cosas para que mi padre y yo lo lleváramos para el
festín. Los más pequeños, bien sabedores del camino, saldríamos
perfectamente equipados para llegar hasta el río a buen paso. Las
idas siempre eran estupendas, ya que cuesta abajo todo se hacía más
llevadero. Un recorrido donde todavía nada nos pesaba, y menos
pensar en la vuelta, que con la cuesta se hacía eterna hasta que
veíamos el cartel de la llegada a Medeiros.
Cuando
comenzamos a bajar el camino abrupto para llegar a las primeras
orillas del Búbal, ya éramos sabedores de que nuestros mayores se
encontraban en acción. Las primeras sábanas extendidas entre las
matas frondosas, para que quedaran bien blanqueadas con el aún sol
intenso de agosto, nos avisaba por donde se encontraban nuestras
familias. Mientras las mujeres se encaraban con los golpeteos
constantes a las piezas de ropa contra las rocas, bien alisadas por
la erosión del agua, los hombres comenzaban a buscar las pequeñas
ramas que servirían para hacer un buen fuego para los quehaceres
culinarios. Una actividad en la que participamos activamente con
nuestra aportación con ramitas que ayudarían a avivar aquel cocinar
tan primitivo y natural. No faltarían los chapuzones en el río. Era
una estupenda oportunidad para lavarnos el pelo en aquella agua que
no necesitaba suavizantes, dejando una sedosidad y brillo
incomparable. Cosas que nos regalaba la naturaleza sin pedir nada a
cambio.

Para
el mediodía comenzaba el trasiego en nuestra estupenda cocina
alternativa. Con el lugar bien enfundado con piedras, para evitar que
las llamas fueran más allá de los necesario y con el cubo de agua
preparado para cualquier despiste, el fuego estaba preparado para
recibir las primeras parrillas para empezar a asarlas. Antes ya se
habían cocido las patatas en una gran pota que, junto al agua del
río y un generoso puñado de sal, se convertirían en unos
estupendos cachelos que simplemente oliendo ya alimentaban. Los
cachelos necesitaban ser escurridos y golpeados posteriormente en su
olla para dejarlos con esa textura característica y comerlos casi de
un bocado. Menuda delicia, que sigue siendo apetecible como
acompañamiento a cualquier comida.
Mientras,
el aroma inconfundible de las sardinas recién hechas iniciaba el
despliegue de todos nosotros por el suelo, buscando un buen acomodo
para el festín. Tampoco podía faltar la media ola de viño
de casa que permanecía fresquito en un regato del
río como la mejor bebida de acompañamiento. Los más pequeños ya
teníamos preparadas nuestras cantimploras de agua que previamente
habíamos llenado en la fuente del Portelo antes de salir de la aldea
y que habían hecho compañía a la garrafa de vino en su refrescar
generoso. Una garrafa de vidrio que, bien forrada de cestería, se
reciclaba cada año para ir guardando la cosecha familiar de la
vendimia.
La
sobremesa se llenaba de risas y anécdotas de tiempos pasados. De
todo lo que la vida había ido cambiando. Nostalgias propias de
quienes preceden en este andar de la vida y que ahora nos sirve a
nosotros, ya bien creciditos, para entender mejor esa morriña
gallega que permanece como un manto de resueños en cualquiera de
nosotros. Para nuestra familia también comenzaba el tiempo del goteo
de despedidas. Algunos de mis primos ya marchaban en un par de días,
y con ello empezaba el difícil trabajo que suponía comenzar a
deshojar nuevamente el calendario para contar otros doce meses de
espera. Papá sabía bien de esos sentimientos. Más de media vida
con la misma tarea de llegar y volver a marchar. Por eso era tan
importante vivir aquel mes de agosto con toda la intensidad posible,
para dejar bien lleno ese vacío de tantos meses.
Escuchar
aquellas conversaciones tan frágiles de entereza nos dejaba a mis
primos y a mi con la realidad que teníamos por delante. Empezamos a
descontar los días que nos quedaban para nuestras despedidas
particulares. Comenzamos a sobrellevar que el verano estaba llegando
a su fin y a contar los días también para la vuelta al cole.
Gracias a mi prima Merche aquel desazón vital se esfumó con una
magnífica propuesta. Ya podíamos volver a las aguas del río…..”El
último se lleva el aguadilla de todos¡¡”. Las risas volvían
a hacerle competencia a los pajarillos que pasaban por allí. Todo
regresaba a su ritmo esencial. Recoger la ropa recién seca. Limpiar
nuestra zona de cocina para intentar que nada de lo ocurrido alterara
el encanto de aquel paraje... Y cerrar las primeras nostalgias de un
verano que comenzaba a despedirse.