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sábado, 31 de julio de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA CITA CON LA CABINA TELEFÓNICA

 

Hará más de una década desde la última vez que usé una cabina de teléfono pública. A estas alturas, me siento especialmente mayor cuando les recuerdo a mis hijas la utilidad cotidiana de aquellos locutorios urbanos que adornaban las calles de cualquier barrio. En los primeros años de veraneo todavía existía aquel locutorio público donde una amable señora con su juego de clavijas te hacía pasar a unos pequeños habitáculos con teléfono, y al descolgar ya tenías la llamada en marcha con el número que habías pedido. En aquellas ya fue toda una revolución contar con un teléfono en casa, y en su defecto, con aquellas carlingas con las que poder acceder vía telefónica a la conversación con quien quisieses. 

Aquel verano también contaba con la novedad de la instalación de una cabina de teléfono en la plaza del pueblo. Con esta primicia podíamos fijar el día y la hora de ir a llamar a papá con más asiduidad semanal que en otras ocasiones. Todos los jueves y sábados por la noche hacíamos el paseíllo correspondiente hasta el lugar donde esperaría el turno para conectar con la vida cotidiana de mi padre. Con un poco de suerte, no tendríamos a nadie delante ni detrás, y así poder mantener una conversación sólo limitada por el número de monedas que mamá había atesorado de sus cambios en la compra, alargando lo más posible la charla placentera con papá. Con las limitaciones monetarias, aprovechaba mi camino de llegada haciendo un buen resumen de todo lo imprescindible que tenía que contarle. Mensajes muy importantes para aquella edad que solamente sabía de diversión y aventuras que organizar. En aquella ocasión era de máxima urgencia que no se olvidara, en su próximo viaje, de traerme unas cintas de música que trabajosamente había estado grabando en mi magnetofón, deseado regalo de cumpleaños, para amenizar nuestras reuniones veraniegas con la pandilla. Le tenía que explicar muy bien dónde estaban, los detalles  escritos en la tapa y que no se confundiera con otras que no tenían inscripción. Tras la nerviosa explicación, mi padre siempre decía que sí, que esperaba encontrarlas y que me las traería el próximo día. Cuántas veces he vivido esta situación, pero con mi propia prole, y cuántas veces me he vuelto loca intentando encontrar esas cosas tan imprescindibles. Reconozco que a mi padre le llevaría su tiempo, ya de por si tan limitado, para cumplir los deseos de la niña. Tras la conversación con mi madre, llegaba el momento de dejar que se cortara plácidamente la llamada y agotar la última moneda que nos regalaba la voz de mi padre. Y tras el clic que anunciaba el final de ese saldo monetario, llegaba el momento del silencio. “Ya está, se cortó”. Así terminaba mi madre con el auricular todavía en la oreja. “Mamá, seguro que papá encontrará mis cintas, ¿verdad?”…. “Pues claro que sí, ya verás como las trae”… Toda una aseveración matriarcal que alejaba mis preocupaciones a base de los típicos saltos de alegría y aprobación mientras nos encaminábamos, paso a paso, hacia nuestra calle.

Aún seguían las tertulias callejeras del vecindario para refrescar la llegada del momento de ir a dormir. Yo comunicaba las buenas noticias a mis amigos, ya que en los próximos días tendríamos los hit radiofónicos sin tener que esperar a que salieran en los famosos programas de las listas de éxito. Todo un complemento a nuestras visitas a la piscina y, por supuesto, a las fiestas callejeras que tanto nos gustaba celebrar. ¡Qué más se podía pedir…!

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