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martes, 20 de julio de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: EL PRIMER CHAPUZÓN

 


Un verano no llega a tu vida hasta que no lo inauguras con el primer chapuzón en cualquier tipo de agua. Salada o dulce, refresca y le da la temperatura a nuestro ser físico para detener esa batalla permanente con las cifras del termómetro. Y un chapuzón que se precie necesita de todo un argumentario inicial para que llegue a buen puerto. Mis veranos siempre han tenido una estupenda variedad de inmersiones a lo largo de esos lugares vitales que me han acompañado para crecer y vivir en este caminar que, a pesar de tropiezos y carreras, ha mantenido ese constante paso para lo bueno o lo malo. Tanto dará al final, porque todo seguirá siendo parte de mis recuerdos.

Como decía, cualquier zambullida al estado líquido requería de sus preparativos sociales. Terminar el cole y enfundarse en unas chanclas para acudir al primer día de playa era incuestionable. Y digo el primer día de playa porque allí empezaba el devenir familiar. Penúltima cita para un tiempo de verano que sabía de planes diversos donde mis hermanos, con una década mayores que yo,  iniciaban su trotar a sus quehaceres estivales y sus compromisos con la juventud, dejando cada año, un eslabón más de distancia con la adolescencia y sumando caminos de libertad personal a sus vidas. Con qué naturalidad viví siempre ese desprenderse del núcleo familiar. Reconozco que para ello tuve la suerte de contar con unos excelentes vigilantes de sus hijos, a pesar del silencio ante las decisiones de sus vástagos. 

La diferencia de edad con mis hermanos ha supuesto vivencias desconectadas de varias generaciones. Una situación que adolecía de muchas vivencias comunes pero que convirtió a nuestra pequeña familia como el lugar donde armonizar los éxitos y los fracasos de lo que empezábamos a ser. Para mí, significaba tener abierta la ventana a todo lo que quedaba por llegar y para mis hermanos encarnaba rememorar sus andanzas infantiles a pesar del ineludible paso del tiempo. Y lo más importante, en el lugar intermedio se encontraban ellos, papá y mamá, con su incombustible sonrisa para reunir, sumar y añadir todo lo que hacía parar, por un día, el reloj del tiempo.

Las jornadas playeras fueron siempre un clásico muy casero. Bajo la organización de mi madre,  los detalles secundarios de bocadillos, bañadores, toallas y demás utensilios imprescindibles para la jornada, ya se encontraban en formación a primeras horas de la mañana. Emocionante momento, cuando el aroma a tortilla de patatas recién hecha era el mejor despertador para levantarse de la cama y saber que los preparativos estaban en marcha. Llegado el fin de los trámites previos, y enfundados en el bañador para no perder el tiempo en la playa, subíamos al bus que nos llevaría hasta la orilla de la ciudad donde estrenar un verano más.  

Como siempre, el Mediterráneo nunca defraudaba. Desde el momento que llegábamos a destino, la brisa del hermoso litoral te daba la bienvenida con su sabor a salitre y su velo de frescura. La mejor incitación para correr hasta la orilla y dejar que los pies saludaran a las ondulaciones remansadas de esa mar que tanto espera en la playa. Menos mal que, como siempre, ahí estaba la palabra de mamá para seguir ordenando el protocolo y tras dejar el chiringuito preparado, partir al encuentro con una jornada de chapuzón en chapuzón y el silbido vigilante de papá  para no encaminar los pasos hacia los piélagos de agua más profundos. 

Era siempre un encuentro idílico con el presente. Allí en medio del suave oleaje para mecerte entre fantasías por soñar o llevarse en cada golpe de resaca, cualquier preocupación que advirtiera de ingratos pasados o inciertos futuros. Allí solo reclamabas el mimo de la mar donde abrazar ese aroma de sal con sus lazos de algas para bordar risas de tiempo y negociarlas con la mañana. Entre zambullidas quedaban las palabras para rimarlas con el tiempo  aunque fuera solamente ese día, aunque fuera para creerte que los días nunca pasan.





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