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viernes, 30 de julio de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LA PRIMERA TORMENTA DE VERANO

 En algún momento de esos días calurosos, llegaba la coplilla de mi madre recordando que tanto calor iba a traer un tormentón. Y sin esperarlo, cualquier tarde empezaba a tronar en la lejanía de la sierra como el aviso preciso sobre la llegada de esa ventisca que rompería todos nuestros proyectos vespertinos. También es cierto que se agradecía ese refrescor atmosférico a las temperaturas acumulativas que parecían no tener fin.

Con los primeros relámpagos el aviso para cobijarse en casa era de orden y mando. Casi mientras llegaba a la puerta de mi casa se escuchaba el intenso golpeteo de la lluvia que tornaría en el granizo que tanto alertaba a mis vecinos del campo. Recuerdo el ventanal como una pantalla de cine donde observar cada uno de los fenómenos atmosféricos que nos acompañarían en los próximos treinta minutos. Con la sierra de fondo, el entrelazar de los rayos de luz parecía una danza mágica bajo el cielo oscuro que presagiaba la intensidad de la naturaleza que, como siempre, estaba por encima de nuestras capacidades predictivas.

Era el momento de desenchufar cualquier electrodoméstico que pudiera ser objeto de esa atracción fatal a los rayos. Me acuerdo la serenata entre mi madre y mi hermano en la eficacia de esas medidas preventivas…. Mamá, que hay un pararrayos en el campanario; No hijo, mejor desenchufar no sea que no funcione, que a mí me da mucho miedo...En fin, mi madre impondría su criterio, aderezado con el anecdotario de efectos adversos de las tormentas en tiempos pasados. Y con ese argumentario incontestable, allí nos quedábamos los tres con la mirada perdida ante lo que se venía encima solamente interrumpido por el estruendo, cada vez más cercano, de los imperiosos truenos. Todo bien aderezado con las súplicas a Santa Bárbara, protectora ineludible de estas circunstancias. Desconectados del exterior, solamente quedaba la espera ante la evolución de la tormenta. Tras los momentos de máxima intensidad, llegaba el sosiego de la lluvia amansada que dejaba ese fresco acompañado con el aroma de la tierra mojada y ese olor frutal tan característico de la zona, anunciando el final de la hazaña triunfal entre el cielo y la tierra.

Era el momento de volver al ventanal, los charcos seguían chapoteando las últimas gotas para ir recogiéndose en el pequeño canal arrastrado por en medio de la calle y seguir su camino torrencial hasta la salida del pueblo. Y comenzaba el trasiego de los primeros valientes que salían a la recogida de los caracoles que se asomaban en bandada a los caminos ante la humedad gratificante de la tarde. Era todo un espectáculo ver los cubos llenos de esos caracolillos en los que los más rápidos, intentaban su huída sinuosa por los laterales, dejando un interesante momento para la chavalada que jugaba a despegarlos y regresarlos al resto del grupo cautivo. Debo reconocer que nunca me gustaron los caracoles. Posiblemente esas tardes tormentosas en las que posteriormente llegábamos a poner nombre a los intrépidos gasterópodos, anuló mi gusto culinario como en otras ocasiones.

Así llegaba el final de una tarde donde el alboroto sucumbía a la templanza del recogimiento hogareño donde reconocer que la naturaleza todavía mandaba en muchas de nuestras acciones y, como era de esperar, el triunfo lo tenía de su mano. Tras una breve reunión de la pandilla contando cada uno su propia experiencia, solamente nos quedaba despedirnos hasta el día siguiente. La prudencia maternal nos dejaba sin juegos nocturnos. En la calle hace mucho fresco y, posiblemente, vuelva a llover. Poco más se podía decir. Esta noche tocaba partida de parchís en casa.


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