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jueves, 22 de julio de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: LAS MARGARITAS DE SALVADORA

 Las vacaciones de verano saben de los cambios de casa, del habitáculo cotidiano del ir y venir de los días. La mejor manera para desconectar un tiempo limitado que deshaga los nudos del invierno intenso para dejar fluir nuevas energías que lleguen hasta el alma. Una sensación que pocas veces somos conscientes pero que hace su trabajo para el sano equilibrio de vivir.


El cambiar de lugares y estancias forma parte de esa liturgia de movilidad que rezuma libertad y aprendizaje. Reconocer nuevos paisajes, escuchar otras voces y entender la amplitud de un mundo casi infinito al alcance de tu mano. Si eso lo añadimos a esos tiempos de niñez donde noy hay cansancios ni limitaciones para percibir y curiosear, tenemos la mejor combinación para ilustrar este morar entre la tierra y la mar que siempre nos acecha. 

Las mañanas en el pueblo de la serranía mostraban sus señuelos a los ojos entre la verborrea de los pajarillos y los destellos de esas primeras líneas de luz solares, para vincular el nuevo día a ese cielo azul que a modo de sombrero, acompañará cualquier acontecimiento vital. Así empezaba el día, con el tranquilo desayuno al costado del ventanal donde visualizar el tiempo estático y fluir en las miradas que siempre quedarán enganchadas a los recuerdos de las futuras canas.

Mientas tanto, mamá ya había salido a los recados diarios. La primera horneada de pan, bien calentito aún en el saquillo junto a la bolsa de la compra. Antes ya se sabía eso de lo malo del plástico y todos adevertíamos la necesidad de utilizar esa cestilla donde reunir los productos diario, pasando de tienda en tienda, con su saludo cotidiano con el tendero y el intercambio de información meteorológica o la última noticia del vecindario. 

Aquella mañana, mi madre venía contenta. Tras sus compras diaria y con su encuentro con las vecinas, una de ellas, Salvadora, le había ofrecido unas margaritas. Precisamente las flores preferidas de mamá. Un lujo para un día cualquiera. Aceptado el ofrecimiento, ya quedaron en comandita de madres que yo sería la encargada de bajar y traer a casa esas preciosas florecillas. Y allí fui yo, toda preparada con jarrón incluído para traer los bonitos pimpollos blancos para adornar la bombonera de aquel apartamento, tal como le gustaba decir a papá. Con la alegre brisa matutina que entraba por las ventanas ya medio abiertas, bajé con esa responsabilidad de quien tiene una importante misión matinal y con el cuidado de traer un presente que tan complacida dejaría a mamá. En aquellos tiempos como no eran necesarias las llaves, reclamar la atención del dueño de la casa era tan fácil como apartar las cortinas de canutillos y saludar. Y allí apareció Salvadora, con un plato repleto de...magdalenas!!! Recuerdo que lo primero que pensé fue qué hacer con el dichoso jarroncillo. Salvadora comenzó a reirse porque comprendió que no eramos sabedores del argot propio del pueblo. Allí se le llamaban margaritas al esponjoso dulce casero. 

Mi regreso a casa pasó de la decepción inicial al deseo de hincarle el diente a esas "margaritas" cuyo efluvio sabía más de estómago que de decoración placentera. Tras las risas compartidas con mi madre, hicimos nuestra inauguración del regalo sentadas ante el imperecedero ventanal. Sería la anecdota que contar al resto de familia que de tantas ellas, llenamos este caminar. En fin, el comienzo del día prometía. 

2 comentarios:

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