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viernes, 23 de julio de 2021

MICRORRELATOS PARA EL VERANO: ESPERANDO A PAPÁ

 

Los desplazamientos veraniegos requieren de esa capacidad de encontrar los detalles cotidianos que en otras situaciones no tendrían ni el fondo ni la forma para vivirlas. Pasar de la ciudad, abrumadora desde los primeros despertares del día, a la tranquilidad de ese rural que ahora reivindicamos tanto, es la mejor terapia para esta vida nuestra que tanto nos roba de esencias pero que se nos hace tan necesaria para sobrevivir. Mi padre, originario de una pequeña aldea gallega, supo de la marcha imprescindible de su humilde casa familiar para buscar mejores destinos y construir su propia vida acompañado de mi madre. A pesar de convertirse en un entusiasta urbanita, como diríamos ahora, siempre tuvo su mirada enganchada a sus propios recuerdos en su origen labriego, reparando el equilibrio de puntillas entre lo que le ofreció la vida en cada uno de sus pasos. En verdad, ninguna vida es fácil, a veces el milagro es saber entenderla y leer entre renglones los destinos que llevamos en nuestra propia mochila.

Nuestro primer periodo vacacional se dividía por obligaciones, mayores o menores, por parte de los miembros de mi familia. Por supuesto, debo admitir que en aquellas, mis obligaciones se basaban en pasármelo excelentemente bien. Bendita infancia, resuelta de tiempo y esperanzas. Cada lunes por la noches era el momento de esperar a mi padre que por descanso laboral, aprovechaba para escapar de la ciudad y respirar durante veinticuatro horas el mismo ritmo encalmado que propiciaba ese tiempo al lado de la montaña. 

Tras la cena veraniega entre hamacas y juegos en la calle, llegaba el momento de ir a esperar a papá hasta la plaza del pueblo donde terminaba el trayecto del autobús. Tras avisar a mis compañeros de juegos que en un ratito regresaba, dejaba mi prenda de compromiso hasta mi regreso. En la espera siempre aparecía el desandar de todo lo que tenía que contar a mi padre. ¡Cómo ha cambiado esta vida...! En mi tiempo infantil la telefonía se limitaba al doméstico y, en estos casos, las benditas cabinas públicas donde, tras haber consignado fecha y hora, hacías tu llamada bajo la atenta mirada a las moneditas que te quedaban de saldo. Debo reconocer que las posibilidades de comunicación actuales reafirman nuestro compromiso con la inmediatez aunque eso no siempre se corresponda con la calidad.

Tras varios minutos esperando con la mirada clavada en la entrada a la avenida por donde se verían los primeros fogonazos del autocar público, comenzaba a trastear con los pies nerviosos la llegada de papá. Siempre me encantó ver a mi padre llegar de cualquier sitio. Lo divisaba antes de que parara el autobús. Era la primera cabeza levantada que se distinguía entre el resto. Todo un aviso para asegurar que allí estaba. Y como no, con la mano amable saludando a quienes ya sabía que estaban a la espera. El radiante protocolo seguía con su hermosa sonrisa que sabía de cansancio pero siempre permanecía adornado con las aspiraciones de su propia vida. Así emprendíamos el regreso a esa bombonera hogareña que le daría un merecido respiro y a mí, las deseadas rutas por el monte bajo el cuidado de mi padrazo. 

Llegados a nuestra calle, sabía que aún tenía mi cita con los juegos entre amigos y advirtiendo que esta vez, mi madre se retiraría antes de la charla vecinal. También era el momento de ellos. De hacer balance de una semana separados para cuidar a su prole de acuerdo a sus necesidades. Así los recuerdo muchas noches, en esa quietud nocturna desde los quicios de las calles de verano. Subiendo la cuesta de la vida con el brazo de mi padre sobre los hombros de mi madre. La metáfora perfecta de quienes supieron jugar con los sueños de juventud y construir su propia vida, alejados de su esencial infancia para corretear una nueva juventud.

Finalmente llegaba el momento de recoger el cansancio diario para revolcar todo lo vivido en el descanso ineludible de la noche. Tras el aviso de mamá desde el ventanal de casa no quedaba otra que despedirse hasta mañana y descalzar el tiempo vivido  para volver a soñarlo hasta el amancer.

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