EL ESPINO DE LA ALONDRA
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El tiempo deambula entre las pisadas de aquellos caminos incesantes de pasados donde albergar, entre nostalgia y armonía, las palabras de aquella mujer. Nada estorba en el recuerdo de su semblante, que escarba entre sus ojos vivos y azules la sutileza del pasado que parece siempre presenciar las historias de hoy...
Así explicaba Míriam en su cuaderno personal, la línea incesante de su estirpe familiar, entre los recuerdos de aquellas predecesoras de una saga arropada por una buena suerte tan limitada a la tranquilidad de la comida y el techo asegurado. En aquella época era suficiente.
El sentimiento de evocar acomoda su ansiedad por conocer a quienes reposaron su estado temporal en la reminiscencia que forma parte de la historia que siempre se repite. Mucho más en aquellos tiempos finitos que atosigaban el olvido, dejando las cenizas de sus propias hogueras donde desaparecen las fragancias de demasiadas angustias y pérdidas.
No eran momentos para descifrar pensamientos, y menos para exponer luchas colectivas en una sociedad demasiado enferma de hambre y represión. Míriam seguía caminando por la senda descifrada en sus anotaciones, miraba a cada una de las cunetas para intentar destejer el mapa de sus recuerdos hilvanados por los susurros de sus antepasados y apretando la pequeña libreta de notas gastada de amuletos de esperanza y pasado. Todavía quedaba una última zancada para llegar al punto de inflexión de su descubrimiento. Allí tenia que encontrar al misterioso Javier. El eslabón de una historia familiar que dejó una consanguínea huella de silencio.
Javier tenía 18 años. Nunca imaginó que una noche vendrían a por él para ser enviado al frente. Como bien le contaron a Míriam, el sonido de los camiones militares alertó del reclutamiento de los jóvenes para la batalla. Javier, como muchos otros, casi no sabía ni leer ni escribir. Un detalle innecesario para el cotidiano lenguaje de la naturaleza y los surcos escritos sobre la tierra. Eso sí, el joven Javier se había significado desde adolescente por su inconformismo social, la sabiduría para cuestionarse el presente y la certeza de que otras vidas eran posibles. Aquella noche simplemente estampó su huella dactilar en aquel oficio donde, imperativamente, consentía su entrada en combate.
El paso de los meses dejó silencios sobre el paradero de Javier. Un día, encontraron una rama de espino blanco enganchada en el pomo de la puerta familiar. Un simple anécdota que parecía jugar a la primavera. Otra cosa fue encontrarse cada día con un nuevo ramito de espino. La madre de Míriam no pudo dormir aquella noche. En su duermevela volvieron los recuerdos de su hermano Javier y la caseta de la Alondra. Llegado el amanecer decidió salir al monte y acercarse hasta aquel refugio infantil.
Míriam recorría ahora el mismo camino que hizo su madre. Tal vez con la misma ansiedad que ella, anhelando descubrir aquel secreto familiar que siempre formó parte de silencios eternos en el álbum de fotos.
Allí estaba Javier, apoyado en la esquina de la pared con un rostro demacrado y enfermo. La madre de Míriam nunca olvidó aquella escena reventada de emoción y preocupación al mismo tiempo. Se abalanzó hasta su hermano dejando el llanto entrecortado entre preguntas infinitas que no dejaba contestar. Javier había huido del frente. Al caer herido, tuvo la suerte de ser olvidado entre los primeros cadáveres que vio en su vida. Sabía que en aquellas se hacían pocos recuentos y posiblemente lo incluirían como uno más en las fosas comunes que silenciaban el horror de la guerra. Javier huyó del esperpento bélico del que nunca quiso participar. Sabía que sus heridas cronificadas estaban consumiendo sus días y ante la imposibilidad de poder escribir una carta, quería que su familia supiera por última vez de él. Poco más había que hacer ya.
Al llegar la noche, Javier falleció dejando el tesoro personal de no haber disparado ni una sola vez en aquel delirante conflicto. Las manos de su familia construyeron una fosa profunda donde darle descanso. Unos días después, llegó una carta certificada donde se comunicaba que había caído en la contienda, felicitando a la familia por la valentía de Javier en la lucha por su patria.
Una mañana, la madre de Míriam regresó a la caseta para plantar un espino donde reposaba su hermano. Le contó que cada año, al principio de la primavera, se acercaba para recoger una rama floreada de blanco y dejarla en el pomo de la puerta familiar.
Míriam entró en ese empedrado habitáculo. Allí se encontró con el suelo cubierto de ramajes que parecían proteger la frondosa planta que destacaba del resto. Le costó cortar uno de los gajos para dejarlo entre sus anotaciones y suspiró al cielo que ahora servía de tejado.
El camino de regreso fue el epílogo a un silencio que contaba, a la postre, una historia hermosa. Se acercó a la habitación de su madre, ató la ramita de espino en el pomo de la puerta y abrió la ventana: “la alondra volvió a casa en primavera, mamá.”
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